miércoles, 31 de octubre de 2018

El catálogo de los males - Federico Vegas



Sobre el discurso del Papa Francisco a la Curia el 22-12-2014

Cuando mi hija Alejandra comenzó a enfrentarse a los abismos infinitos que la religión católica pretende resolver a través de sus dogmas, la vi tan seriamente angustiada que le pedí ayuda al padre Rafael Baquedano. Una tarde lo fui a buscar a la Universidad Católica y, una hora después, Baquedano estaba sentado con Alejandra en el balcón de nuestro apartamento.

Al día siguiente me atreví a preguntarle a Alejandra cómo había estado la conversación.
—Nos reímos mucho mientras le iba contando— me contestó, lo que ya era un buen presagio—; al final se quedó muy pensativo y me dijo como si yo fuera su confesora: “¡Qué casualidad! Son las mismas dudas que yo tengo”.
El sentir que no estaba sola en el mundo la ayudó mucho a ordenar sus preguntas, a darles un sentido y un propósito, a compartirlas con los demás. Quiero creer que algo así debe ser la venerada “Comunión de los santos”.
Años después apareció un segundo eslabón que le daría continuidad y sustento a esta historia. En su libro, El Dios a la intemperie, Armando Rojas Guardia nos revela una de las razones, o desconsuelos, que lo haría partir hacia una búsqueda mística, es decir, incesante:

“Me asquea el mundillo religioso, la vocinglería estadística, en cuanto reviste (incluso engalana) de facilidad el vacío. Siempre me repugnó la máquina doctrinal que tiene todas las respuestas posibles a todas las posibles preguntas. Uno introduce la pregunta, y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de las regiones postreras —y tantas veces atroces— de la conciencia”.
Para Rojas Guardia, ese mecanismo infalible y automático va generando una muerte del espíritu a través de “un ambiente cuyo suelo arde de cuestiones pospuestas, permanentemente insatisfechas”. Quién ha conocido esa misma insatisfacción siente que la búsqueda puede ser más promisoria que el encuentro, y más ajustada a las fehacientes necesidades del alma.
Asomarse con dignidad al “barranco solemne” es un reto que requiere mucha oración.
Hoy llega a mis manos un artículo que puede ser un tercer eslabón en la doméstica epifanía que se dio una tarde en el balcón de mi casa. Se trata del artículo “Quién es el Papa”, de Eamon Duffy, publicado en The New York Review of Books. Duffy parte del discurso que el Papa Francisco leyó en el tradicional encuentro de fin de año con la Curia Romana, en diciembre del 2014, y luego nos explica que para el actual Papa (según algunos demasiado “actual”), los mejores líderes religiosos son aquellos que dejan suficiente lugar a las dudas; en cambio el mal líder es “excesivamente normativo debido a un exceso de confianza en sí mismo”. Del mismo razonamiento se desprende que el sacerdote que desconoce la toma de decisiones de su pueblo no es un buen sacerdote, es un buen dictador. Continúa Duffy:

“Bergoglio ha llegado a decir que el hecho mismo de que alguien piense que tiene todas las respuestas ‘es la prueba de que Dios no está con él’. Los que buscan siempre ‘soluciones disciplinarias, en realidad están buscando una exagerada seguridad doctrinal’. De igual manera, ‘quienes tratan obstinadamente de recuperar un pasado que ya no existe’ tienen ‘una visión estática de las cosas’, y han convertido a la fe en ideología. Según esto, la experiencia del fracaso es la mejor escuela de liderazgo. Bergoglio ha declarado incluso sentirse atraído por ‘la teología del fracaso’ y por un estilo de autoridad que ha aprendido, gracias al fracaso, a consultar con otros, así como el arte de ‘viajar con paciencia'”.
Gracias al estímulo de Duffy, decidí, por primera vez en mi vida, leer uno de los discursos de fin de año a la Curia. En el de diciembre del 2014, el Papa Francisco desarrolla lo que él mismo llama el “Catálogo de los males”, un listado que era clásico entre los llamados “Padres del desierto”, aquellos monjes, eremitas y anacoretas que abandonaron las ciudades del Imperio romano para ir a vivir en las soledades de los desiertos de Siria y Egipto.
Más que un ensayo, aquí me he planteado la presentación de este catálogo. Yo sostenía que la religión católica debe ser la verdadera, pues en más de dos mil años los curas no han podido acabar con ella; y ahora resulta que ando en labores evangelistas. Espero no convertirme en un iluso fanático o un patético desengañado, pero es que me han conmovido profundamente los 15 puntos que el Papa Francisco presentó a las autoridades de la Iglesia como punto de partida para examinarse tanto individual como colectivamente.
Al leer estas palabras uno puede cambiar la palabra “Curia” por los términos “País”, “Gobierno”, “Alcaldía”, “Asamblea Nacional”, “empresa”, incluso “familia” o “matrimonio”, como cuando leemos que “la Curia está llamada a mejorarse siempre y a crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión”.
Podemos también referir estas reflexiones a nuestro propio “cuerpo”, pues el Papa habla específicamente de cómo el cuerpo humano está expuesto al mal funcionamiento y a la enfermedad, y nos invita a analizar estas enfermedades y tentaciones que debilitan nuestra capacidad de servicio. Esta introspección, añade el Papa, “nos ayudará a prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, lo que será un gran paso para que todos nosotros nos preparemos para la Navidad”.
Durante la lectura y resumen de estos 15 puntos, varias veces me sentí tentado a utilizar estas reflexiones para criticar las acciones y actitudes del Gobierno que adverso, pero este espíritu de ver hacia fuera y no hacia dentro me pareció mezquino y alejado del espíritu y las intenciones del hombre que los escribió. Invito a todos los venezolanos a leer estas líneas y compartirlas con los amigos, con la familia, con la pareja y, sobre todo, con nuestra propia soledad.
Uno de los posibles orígenes de la palabra “religión” es “relegere”. Quizás sea la etimología más pagana, pues la propone Cicerón. Significa realizar una relectura cada vez más profunda, comprometida y, una vez más, incesante. Este catálogo nos ofrece una buena oportunidad de ser religiosos.
El mal de sentirse “inmortal”, “inmune”, e incluso “indispensable”, descuidando los controles necesarios y normales. Una Curia que no se autocrítica, que no se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a los cementerios podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente, y también de aquellos que se convierten en amos, y se sienten superiores a todos, y no al servicio de todos. Esta enfermedad se deriva a menudo de la patología del poder, del “complejo de elegidos”, del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados.

El mal de “martalismo” (que viene de la hacendosa Marta, hermana de María y de Lázaro), de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, “la mejor parte”: el estar sentados a los pies de Jesús. Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a “descansar un poco”, porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento”.

El mal de la “petrificación” mental y espiritual, es decir, el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son “duros de cerviz”; de los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en “máquinas de legajos”, en vez de en “hombres de Dios”.

Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con quienes se alegran.
El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes humanos. Se cae en esta enfermedad porque siempre es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo… –¡domesticar al espíritu Santo!–, él es frescura, fantasía, novedad.

El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo: “No te necesito”, o la mano a la cabeza: “Yo soy la que mando”, causando así malestar y escándalo.

La enfermedad del “Alzheimer espiritual”, es decir, el olvido de la “historia de la salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor”. Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.

El mal de la rivalidad y la vanagloria. Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo principal de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: “No obréis por vanidad ni por ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”. Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso “misticismo” y un falso “quietismo”. El mismo san Pablo los define “enemigos de la cruz de Cristo”, porque su gloria “está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la tierra”.

El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta.

El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en “sembradora de cizaña” (como Satanás), y muchas veces en “homicida a sangre fría” de la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas.

El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a Dios. Son personas que viven el servicio pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal. Este mal también puede afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.

El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su saber al servicio de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo.

El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y tratar a los otros –especialmente a los que considera inferiores– con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista.

El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con nosotros, porque “el sudario no tiene bolsillos”, y todos nuestros tesoros terrenos –aunque sean regalos– nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: “Tú dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo… Sé, pues, ferviente y arrepiéntete”. La acumulación solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente.

El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males –escándalos– especialmente a nuestros hermanos más pequeños.

Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas. Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia!

En el cierre de su alocución el Papa nos recuerda, nos advierte, nos invita a comprender, que “la curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura”. El reconocer que el país está gravemente enfermo comienza con la revisión de nuestro propio cuerpo, un organismo cuyos límites el dolor hace precisos, el placer amplifica y el amor desvanece. Si utilizamos el Catálogo de Males solo para señalar al contrario habremos perdido la sagrada oportunidad de reconciliación que nuestro país merece.
Tanto está muriendo pudiendo nacer.
Federico Vegas 

18 de febrero, 2015
‘Pope Francis’, por James Ferguson. Esta ilustración apareció publicado originalmente en la portada de The New York Review of Books del 19 de febrero de 2015.



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