“El marxismo es una
verdadera religión, en el más impuro sentido de la palabra. Tiene especialmente
en común con todas las formas inferiores de la vida religiosa el hecho de haber
sido continuamente utilizado, según la expresión tan justa de Marx, como opio
del pueblo” (Simone Weil).
Raymond
Aron (1905-1983) fue un prominente pensador francés de mediados del siglo
veinte. Su defensa del liberalismo le apartó de sus colegas comprometidos con
las revoluciones totalitarias. Escribió prolíficamente en un estilo analítico y
desapasionado, lo cual le alejó del público afecto a las emociones fuertes.
En
1955 publicó El opio de los intelectuales, donde enfoca su crítica
a la adicción al marxismo de la intelectualidad de su época. Aron parece
diferir de Weil en un sentido: el marxismo nunca ha sido el narcótico del
pueblo, más bien ha sido el opio de los intelectuales.
Aron
criticó al marxismo porque lo consideró la negación de algunos de los
beneficios básicos de la vida civilizada.
“El
comunismo es una versión degradada del mensaje occidental. Retiene de éste la
ambición de conquistar la naturaleza; de mejorar la suerte de los humildes,
sacrifica lo que ha sido y sigue siendo el alma de la aventura indefinida: la
libertad de investigación, la libertad de controversia, la libertad de crítica
y de voto del ciudadano. Somete el desarrollo de la economía a una
planificación rigurosa, la edificación socialista a una ortodoxia de
Estado” (Opio, p. 305).
En
segundo lugar, Aron consideró que había una forma de deshonestidad en los
intelectuales de su época: algunos de ellos eran extremadamente intolerantes
con la democracia, pero perdonaban los delitos e infracciones cometidos en las
sociedades totalitarias, las cuales consideraban que encarnaban la ideología
“correcta”. Era, por lo tanto, profundamente crítico con lo que percibía como
una forma de dogmatismo intelectual, es decir, como un pensamiento fanático que
se mantiene rígido, independientemente de la evidencia empírica que se le
opone. Todo esto es un proceso similar a la creación de una especie de religión
secular o sistema de fe.
“Al
tratar de explicar la actitud de los intelectuales, despiadados para con las
debilidades de las democracias, indulgentes para con los mayores crímenes, a
condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas, me encontré
ante todo con las palabras sagradas: izquierda, Revolución, proletariado. La
crítica de estos mitos me llevó a reflexionar sobre el culto de la Historia y,
luego, a interrogarme acerca de una categoría social a la que los sociólogos no
han acordado aún la atención que merece: la intelligentsia” (Opio, p.
9).
A
partir de estas premisas, Aron se planteó uno de los grandes misterios del
pensamiento político moderno. ¿Por qué los intelectuales contemporáneos son tan
rápidos para condenar el más mínimo error de los estados democráticos, al
tiempo que inventan excusas para las verdaderas atrocidades cometidas por las
naciones comunistas? Es como si la clase intelectual pudiese de alguna manera
ignorar la realidad de que los pensadores disidentes estaban entre los primeros
en ser liquidados por Stalin, Mao y sus semejantes.
“Sorprende
siempre que un pensador parezca indulgente con el universo que no lo toleraría
y despiadado con el que lo honra. El elogio del fanatismo por el no fanático,
una filosofía del compromiso que se limita a interpretar el compromiso de los
otros y no se compromete ella misma, dejan una extraña impresión de disonancia” (Opio,
p. 130).
Un
foco principal de la crítica en el libro son los pensadores existencialistas
franceses, especialmente Jean-Paul Sartre y su concepto de “compromiso”. Los
existencialistas tienden a hacer peligrosos cocteles ideológicos con base en
conceptos marxistas y nietzscheanos. De esta forma, expulsan la prudencia de la
política. Esta es la misma receta que luego han reinventado los posmodernos
bajo el sugestivo paraguas filotiránico de ‘los maestros de la sospecha’.
Tres
mitos
El
libro comienza desacreditando los tres grandes mitos del culto marxista.
Primero está aquel según el cual la “izquierda” presenta una historia unificada
desde la lucha contra el antiguo régimen hasta la lucha contra los
capitalistas. La izquierda original representaba la abolición de la
aristocracia y la instauración de la libertad, particularmente las libertades
de pensamiento, de palabra y de disidencia. Aron nos muestra que una cosa fue
la izquierda ilustrada, a la cual se deben las libertades democráticas, y otra
cosa es la izquierda marxista, cuyo autoritarismo es negador de los valores
liberales originarios.
El
segundo mito es el de la revolución. En Francia, en particular, los
izquierdistas han afirmado ser los herederos de la Revolución Francesa. Además,
la eventual revolución comunista sería una continuación del mismo proceso. Aron
demostró la diferencia de los fines buscados por ambas. Si bien ambas coinciden
en la toma del poder por medio de la violencia, la Revolución Francesa aspiraba
a instaurar la democracia; el marxismo a suprimirla.
Aron
sacó a relucir la razón por la cual la revolución poseía tanta popularidad
entre los intelectuales. Es más divertido dinamitar todo lo que existe que
construir y mantener instituciones. La reforma, que es la alternativa a la
revolución, es un trabajo duro y aburrido.
Finalmente,
Aron disecciona la idea de “proletariado”. Para un ideólogo marxista, el obrero
industrial estadounidense está oprimido, mientras que el obrero fabril
soviético está liberado, independientemente de las condiciones de trabajo, el
nivel de vida y la libertad de acción reales. Según los ideólogos, la mera
existencia del Estado comunista asegura la liberación definitiva de los
trabajadores. Por detrás de esta falacia ideológica, está la triquiñuela
hegeliana de la realización de la libertad en el Estado, aunque no
necesariamente en los individuos. Esto es absurdo desde un punto de vista
práctico. Basta una pequeña comprobación empírica. Muy pocas personas en países
democráticos estarían dispuestas a cambiar de lugar con un trabajador que vive
bajo el régimen de Stalin, o de sus herederos.
El
fin de la historia
La
segunda parte del libro está dedicada a la visión marxista de la historia.
Según Marx, la historia está determinada y concluirá inevitablemente con la
revolución comunista. Sería el “fin de la historia” y la humanidad sería
redimida a través de la dictadura del proletariado. Después de hacer un
análisis materialista de la lucha de clases, Marx extrae del sombrero de mago
una ingenua utopía angélica, un cielo en la tierra que superaría todo mal y
sufrimiento.
“Solo
el socialista, que conoce el porvenir, sabe el sentido de lo que hace el
capitalista y comprueba que este, objetivamente, persigue el mal que en efecto
causa. Nada impide prestar finalmente a los culpables los actos que ilustran la
esencia auténtica de la conducta: terrorismo o sabotaje” (Opio, p.
137).
La
historia no solo está determinada y considerada de forma maniquea como la lucha
entre malos y buenos, sino que el intelectual comunista conoce el sentido de la
historia, lo cual le brinda la licencia “filosófica” de la violencia redentora
para acelerar el advenimiento de la utopía.
La
religión atea
La
tercera y última parte del libro discute la filosofía marxista como una
religión secular.
“Marx
llamaba a la religión el opio del pueblo. Quiéralo o no, la iglesia consolida
la injusticia establecida. Ayuda a los hombres a soportar y olvidar sus males,
en lugar de curarlos. Obsedido por la preocupación del más allá, el creyente es
indiferente a la organización de la Ciudad. La ideología marxista, en cuanto un
Estado la erige en ortodoxia, cae bajo el empuje de la misma crítica: también
enseña a las masas la obediencia y confirma la autoridad de los gobernantes.
Hay más: el cristianismo nunca acordó su firma en blanco a los gobernantes.
Hasta las Iglesias de rito oriental se reservaban el derecho de censurar al
soberano indigno” (Opio, p. 281).
Realmente
es, en este sentido, que Aron puede explicar, a través de un argumento
“teológico”, la voluntad de excusar las purgas y otros crímenes de Stalin y la
represión continua a los disidentes. Así como el verdadero creyente una vez
excusó la tortura de judíos y protestantes, el verdadero creyente a través de
la revolución excusará la liquidación de todos los que se interpongan en su
camino.
El
deber de la razón
Como
era de esperar, Aron fue tachado de derechista por la izquierda de su época.
Pero la prueba de que su pensamiento no es de derechas, es que no fue adoptado
por esta tendencia política. Su postura es de gran prudencia y equilibrio.
Llegó a la conclusión de que la democracia liberal es la mejor forma de
gobierno. O, por lo menos, como decía Churchill, es la menos mala.
A
muchos de los intelectuales no les agrada que se les recuerde la tarea de
denunciar las pasiones políticas que legitiman formas tiránicas de gobierno.
Por eso, la perversión máxima de la actividad intelectual es defender un dogma,
sea el que sea, sin contrastarlo a la luz de la razón, para ponerlo al servicio
de un proyecto de dominación disimulado, pero intoxicado por el resentimiento y
el odio político.
El
opio de los intelectuales se coloca en
la tradición de denunciar a los pensadores que abandonan su función sagrada de
ser críticos de los peligros que amenazan a la sociedad, y se ponen al servicio
de una de las formas más abominables del poder. Esta tradición comenzó con
Julien Benda y La traición de los intelectuales (1927), antes
de Aron. Luego ha sido retomada por Mark Lilla con su concepto de Filotiranía
en Pensadores Temerarios (2001).
Raymond
Aron nos enseña que el liberalismo tiene por opuesto al totalitarismo, mientras
que la democracia tiene por opuesto a la dictadura. Para mantenerse en la
posición centrada de la democracia liberal, la elección política debe ser
prudente y no irracional. Aron nos aconseja atravesar el peligroso mar de la
política sin dejarse seducir por los cantos de sirenas ideológicas.
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