Hacia una memoria descentrada del Mayo francés
Los años 60 inauguraron una experiencia de
radicalidad política compartida, por primera vez, a escala mundial. La
insurrección obrero-estudiantil francesa de mayo de 1968 suele aparecer como un
ícono de esos años, a punto tal que algunas de las revueltas posteriores se
presentan como réplicas de la experiencia francesa. Un repaso por algunas de
esas revueltas y de esos movimientos sesentayochistas revela, por el contrario,
el peso de los encuadres nacionales y llama a evitar lecturas simplistas sobre
la imitación de las barricadas francesas.
Hace algunos años,
el escritor mexicano Carlos Fuentes bautizó 1968 como un «año constelación». Se
trata, efectivamente, de uno de esos años de coincidencias y simultaneidades.
Solo por citar algunos ejemplos, en él confluyen el Mayo francés, la Primavera
de Praga, la matanza de Tlatelolco, la ofensiva del Tet en Vietnam, además de
los levantamientos juveniles y estudiantiles en Italia, Alemania, Estados
Unidos, Japón, Turquía, Uruguay y Brasil, entre otros países. También
transcurrieron en ese largo 68 una serie de sucesos emblemáticos: los
asesinatos del defensor de los derechos civiles Martin Luther King y del
senador Bobby Kennedy, así como el atentado contra el estudiante alemán Rudi
Deutschke, con el posterior ciclo de movilizaciones y protestas que cada uno de
ellos despertó en sus respectivos países. Y todo esto ocurrió además en un
marco de emergencia y consolidación de nuevas subjetividades y formas de lucha,
que tuvieron en los movimientos por la igualdad racial y el feminismo dos de
sus expresiones más emblemáticas. El mundo estaba, quizá por primera vez,
frente a la experiencia compartida de una voluntad de acción, de un «puro
coraje». Los años 60 estuvieron marcados –como escribió la crítica literaria
Diana Sorensen– por un sentido de la inminencia, de un tiempo al llegar, así
como por el deseo de ser conducido voluntariamente hacia allí1.
Primaba la idea un tanto mesiánica de que la realidad en la que se vivía,
percibida como deshumanizada, represiva y autoritaria, necesitaba de una
purificación revolucionaria.
Las mismas imágenes
de los héroes revolucionarios circulaban tanto por París y Berlín como por
Córdoba o California. La más emblemática era sin duda la de Ernesto «Che»
Guevara, asesinado en Bolivia en octubre de 1967, que aparecía en casi todas
las movilizaciones de esos días. No es fácil descifrar exactamente el porqué de
esa apropiación: si a través de su rostro –inmortalizado por el fotógrafo
Korda– se ponía de manifiesto un programa de vida o si era porque, habiendo
renunciado a permanecer en Cuba para empezar a combatir otra vez «desde el
llano», el Che se había convertido en un combatiente ya no de un país, sino de
todos. Lo seguro es que, como advierte el historiador Adolfo Gilly, su imagen
resumía el espíritu de ese tiempo: la oposición al poder antes que la lucha por
él2.
Ese «gran rechazo»
iba acompañado de una confianza en la orientación de esos cambios, pero eso no
se traducía necesariamente en un programa común. Lejos de la rigidez de la
izquierda tradicional, los rebeldes del mundo mostraban una mezcla de creatividad,
espontaneidad y entusiasmo. Daban lugar a formas híbridas entre lo cultural y
lo político, al tiempo que abrían campo a una forma de liberación que era, en
muchos casos, personal, sexual, social y colectiva a la vez.
Ese marco de
rebeldía global también se expresaba en nuevas corrientes de pensamiento y,
especialmente, en nuevas críticas al capitalismo que circulaban con una
novedosa facilidad. Como escribió el historiador Eric Hobsbawm, «los mismos
libros aparecían, casi simultáneamente, en las librerías estudiantiles de
Buenos Aires, Roma y Hamburgo (...) los mismos turistas de la revolución
atravesaban océanos y continentes, de París a La Habana, a San Pablo y a
Bolivia»3. La Escuela de Fráncfort, Herbert Marcuse, el marxismo
italiano o el marxismo cientificista de Louis Althusser, las reflexiones sobre
la autonomía y la nueva clase obrera o el psicoanálisis, transitaban de un lado
y otro del globo entremezclándose y provocando la sensación de que se estaba
ante un tiempo común, uno en el que hacían falta nuevas construcciones de lo
social, lo cultural y lo político. Incluso, también de un «hombre nuevo». La
circulación era, desde luego, dispar: en las grandes metrópolis se leían apenas
unos pocos textos sobre las periferias, entre ellos el manifiesto
político-literario de Frantz Fanon Los condenados de la tierra,
gracias al prólogo de Jean-Paul Sartre. Pero también hay que recordar que este
es el tiempo del boom de la novela latinoamericana, con Julio
Cortázar y Gabriel García Márquez a la cabeza.
La época había
forjado además un nuevo protagonista: la juventud. No es que antes no hubiera
habido jóvenes en la política; de hecho, los años 20 estuvieron marcados por el
juvenilismo. Pero en los 60 ellos irrumpieron en la escena con una fuerza
mayor, como sujetos con experiencias e ideas propias y, en muchos casos, muy
distintas de las de la generación de sus padres. La juventud venía a encarnar
novedades y cambios de la sociedad en su conjunto, y como señala la
historiadora Valeria Manzano, eso explica que se hayan proyectado sobre ella
temores y expectativas que las dinámicas modernizadoras despertaban tanto a
escala global como en sus expresiones locales4. En ese marco,
sobrevolaban la crisis de la familia, nuevas prácticas y actitudes frente el
sexo (incluido el uso de la pastilla anticonceptiva); un conjunto de
transformaciones demográficas, educativas y socioeconómicas ligadas, por otra
parte, a un momento particular del capitalismo. Porque estos son, además, los
años de las economías transnacionales, así como de la expansión del consumo
masivo, el aumento del empleo y los ingresos.
En ese sentido, no
deja de ser paradójico que haya sido la bonanza posterior a la Segunda Guerra,
los años dorados de prosperidad y expansión, lo que permitió el florecimiento
de una rebeldía a escala mundial. Ese anhelo impaciente de revolución,
siguiendo a Sorensen, extrajo sus energías de una economía que producía más
crecimiento urbano, más mercados y nuevos consumidores, pero que al mismo
tiempo alimentaba expectativas imposibles de satisfacer5.
Expectativas que encontraron incentivos retóricos en la ideología de la crisis
y la liberación.
El peso de los
jóvenes en este tiempo también estuvo vinculado a su lugar en las economías
desarrolladas de mercado. Contaban con una enorme ventaja respecto de sus
padres: presentaban una mayor capacidad para adaptarse a las transformaciones
abiertas por la velocidad del cambio tecnológico, y esto es relevante si
tenemos en cuenta que el crecimiento de los «30 gloriosos» no se debió tanto a
un aumento de la productividad de los trabajadores como al desarrollo de
tecnologías. Es decir, no dependió directamente de la clase trabajadora ni de
la burguesía, sino de los científicos, especialistas e intelectuales.
El proceso de
politización que vivieron las universidades, sobre todo en aquellos países en
que el conocimiento ocupaba funciones decisivas, está íntimamente ligado a ese
proceso, así como lo estaba el desprestigio del saber y la ciencia a la amenaza
de destrucción nuclear. Si el progreso tecnológico conducía al desastre, o si
la idea de progreso –ese dogma casi universal que durante el siglo xix había unido el liberalismo, el
socialismo y el comunismo– entraba en crisis, el futuro para esos jóvenes se
convertía, tal como advertía Hannah Arendt, en una «enterrada bomba de
relojería que hace tic tac en el presente»6.
Cincuenta años
después, conociendo el desenlace, no es fácil descifrar la naturaleza de ese
año 68, saber si se trató de una verdadera ruptura o si fue, por el contrario,
la antesala de un nuevo ordenamiento mundial que iría a consolidarse años más
tarde, entre 1975 y 1989, con la reestructuración del capitalismo mundial. Esas
rebeliones –sociales, populares, democráticas, raciales, culturales o
feministas– obligaron a la implementación de cambios que perduran hasta el
presente pero, a su vez, parecen haber funcionado como el punto de partida que
el capitalismo necesitaba para su nueva fase de expansión.
1968 es
considerado, por ejemplo, la tumba ideológica del papel dirigente del
proletariado industrial, así como el año del despertar de nuevas desigualdades.
Así lo sugiere el sociólogo Immanuel Wallerstein en su artículo «1968:
revolución en el sistema mundo: tesis e interrogantes»7. La
izquierda tradicional venía sosteniendo desde el siglo anterior que la
identidad obrera era representativa de los intereses de los oprimidos del
mundo. Sin embargo, el proletariado de fábrica, asalariado, urbano, masculino y
adulto apenas representaba a una minoría del mundo de los trabajadores. Y algo
similar puede mencionarse respecto de las identidades nacionalistas, étnicas o
raciales.
En todo caso, quizá
la pregunta más compleja que dejó esta revuelta mundial esté asociada a la
posibilidad de transformación social sin la toma del poder. O, dicho de otro
modo, ¿son las conquistas de formas del poder social más valiosas que las del
poder político? En el campo de las organizaciones populares o de los
movimientos antisistema, el 68 también dejó planteada la inquietud por la forma
organizacional, por cómo no perder la unidad, lo colectivo, frente a la
diseminación de las demandas particulares.
Cada
revuelta es un mundo
En 1977, se estrenó
en Francia El fondo del aire es rojo, un
documental-ensayo del director Chris Marker sobre los movimientos insurreccionales
de finales de los años 60 y principios de los 70. Allí se presentan imágenes
que van de las barricadas de París al fin de la Primavera de Praga; de los
discursos de Fidel Castro y el Che Guevara a las manifestaciones en Europa
central y América Latina. Marker propone comprender ese atlas de conflictos a
través de señas y gestos compartidos. El mensaje así resulta claro: estamos
ante un mundo sublevado. Cuarenta años más tarde, el director brasileño João
Moreira Salles presentó su documental No intenso agora (En
el intenso ahora). Con un delicado sesgo autobiográfico y un tono
melancólico, Moreira Salles recorre imágenes de fines de los 60 en China,
Brasil, París y Praga y revela, a través de la gestualidad de quienes formaron
parte de esos acontecimientos, algunos de sus estados de ánimo: alegría,
euforia, miedo, decepción, desaliento. La carga subjetiva de la película se
sitúa en el cruce casi indistinguible entre la historia personal, íntima, de
sus padres –«unos diletantes», según los presenta en el documental– y la
Historia con mayúsculas. La voz en off del director acompaña
todo el tiempo las imágenes, las indaga, las contradice, las contrasta. A
través de ella se distancia de «la nostalgia tan precoz» de esa generación de
los 60. El documental de Moreira Salles es político en un sentido muy distinto
del de El fondo del aire es rojo. En él vemos, antes que una
rebeldía común a los jóvenes del mundo, imágenes que se superponen sin una guía
específica, un montaje que revela, antes que nada, cómo cada una de esas
circunstancias y ciudades produjo un tipo específico de documento. En una
entrevista concedida en el marco del estreno del documental en Argentina, el
director daba cuenta de las premisas de su obra y revelaba el porqué. Frente a
la idea homogénea del 68 como sublevación mundial, Moreira Salles rescataba
experiencias únicas y diferenciables, y así ponía en evidencia un cambio en la
manera de interpretar ese año emblemático:
Cuando se tiene una
mirada un poco más atenta sobre el periodo, comienza a desaparecer la idea de
que existió un único 68. Ha habido muchos 68. Se habla del 68 de París, pero
hay un 68 del campo, otro de los obreros, que no aparecen mucho en las
películas. Ha habido un 68 de Praga, que es el contrario del de París. También
el 68 de México y el de Brasil. Y ha habido un 68 estadounidense, que para mí
es el más rico de todos los 68, el más complejo. Tan rico que no lo toco en la
película. Y son todos diferentes. Las conquistas, victorias y desilusiones
también lo son8.
Es cierto que entre
esos jóvenes rebeldes existía un sentimiento de solidaridad y una convicción de
que, aunque no estuviera claro el camino ni los posibles desenlaces, se estaba
frente a una revolución humana universal. Sin embargo, como
advierte No intenso agora, si se observan en detalle las
filiaciones entre los movimientos sesentayochistas, esa idea de un
marco común no resulta tan monolítica. Los flujos globales de ideas, bienes y
tecnologías creaban un lenguaje común y colaboraban con la construcción de una
identidad juvenil pero, como advierte Manzano, el sentido final de esa
identidad se terminaba jugando a escala nacional.
En muchas
ocasiones, los jóvenes resaltaban las diferencias antes que las similitudes, y
esto era especialmente claro entre los movimientos latinoamericanos, para los
que pesaba además la defensa de una centralidad del Tercer Mundo en el
horizonte de la revolución. Es necesario recordar que, en contraste con las
movilizaciones de Europa occidental, los años 60 en el Tercer Mundo estuvieron
marcados por experiencias revolucionarias y, más específicamente, por la
Revolución Cubana, por los procesos de descolonización y las guerras de
liberación nacional; así como también por las violentas represiones estatales,
con la masacre de Tlatelolco, en México, a la cabeza.
En una entrevista
en diciembre de 1968 con el diario de la cgt de
los Argentinos, el líder estudiantil brasileño José Jarbós Cerqueira
manifestaba una de las formas en que se expresó esta tensión entre lo global y
lo local: a la vez que brindaba su apoyo a los pueblos en lucha por su
liberación nacional, «en especial al pueblo vietnamita, al pueblo negro
norteamericano, y a los estudiantes y obreros europeos en lucha contra el
sistema», sostenía que la mejor manera de poner en juego la solidaridad
internacional era «aumentando la lucha en nuestro país»9.
Las memorias del
ensayista Paco Ignacio Taibo sobre el movimiento mexicano funcionan como otro
ejemplo. En el libro 68 señala, por un lado, que una parte del
mundo estudiantil se había formado en un caldo de cultivo político-cultural que
tenía la virtud de la globalidad: una locura integral vinculada a lecturas,
héroes, mitos, renuncias, cine, teatro, amor10. El pasado –escribía–
era un territorio internacional donde se producían revoluciones y novelas, no
un territorio local y popular. Pero, al mismo tiempo, la movilización de ese
año había tenido entre sus virtudes ser el modo a través del cual los jóvenes
habían aprendido a sentirse auténticamente mexicanos.
Aunque no se trate
solo de exaltar diferencias, vemos que un repaso por estos años muestra algo
muy diferente de la armonía entre las diversas experiencias y que ese tiempo
histórico, como advertía el psicólogo argentino Hugo Vezzetti11 en
«Los sesenta y los setenta», está plagado de relieves y asperezas.
Estamos, más bien, ante un entrecruzamiento entre lo global y lo local, donde
no son esperables ni deseables las fórmulas cerradas. Se podría estar tentado,
por ejemplo, de englobar las experiencias de acuerdo con sus pertenencias a los
ejes capitalista, comunista y tercermundista, pero esa divisoria tampoco
resolvería del todo el problema. Por ejemplo, el Otoño italiano –más obrerista
que el resto de los movimientos europeos y con el desenlace de las Brigadas
Rojas– puede analizarse con más provecho en relación con el Cordobazo argentino
que con las provocaciones humorísticas y lúdicas de los Provos12 en
Holanda.
En definitiva, estas últimas favorecieron el nacimiento de una
conciencia ecológica o feminista, abrieron intereses por los temas de
diversidad sexual o por los problemas de urbanización, pero nunca amenazaron
realmente al poder político y económico dominante, objetivo que sí estuvo
presente tanto en Italia como en Argentina.
Lo mismo sucede
respecto a la cuestión racial en eeuu.
El periodista norteamericano Mark Kurlansky bautizó 1968 como el año en que
los negroes se volvieron blacks. La experiencia de
lucha de los movimientos por la igualdad racial, incluso la de los estudiantes
negros en las universidades norteamericanas, presenta por eso cruces
fructíferos con las experiencias anticolonialistas y tercermundistas, aunque se
haya tratado de un movimiento en el centro del futuro imperio.
Mayos
Si partimos de la
idea de que el encuadre nacional constituyó un elemento clave en la impronta de
esos movimientos, es decir, que era lo que le terminaba de dar sentido a la
palabra «liberación» repetida de un lado y otro del mundo, ¿por qué insistimos
en hacer del Mayo francés un emblema de ese ciclo de movilizaciones y revueltas?
¿Por qué suele presentarse Mayo del 68 como modelo de ese impulso global, a
punto tal que algunas de las sublevaciones posteriores fueron interpretadas
como réplicas de la experiencia francesa? Es más, de modo ligero se suele decir
que distintos países tuvieron su «Mayo», como después de la Revolución Rusa se
hablaba de «Octubres». En Argentina, ese título le corresponde al levantamiento
de obreros y estudiantes en la ciudad de Córdoba, en 1969. Pero ¿qué significa
esa denominación? ¿Que Córdoba fue como París o que los jóvenes del mundo
buscaban imitar la experiencia de sus pares franceses?
Teniendo en cuenta
las diferencias que existían en ese atlas de conflictos, no es extraño observar
que la revuelta francesa, antes que ser un emblema, un ícono, una guía del 68,
haya despertado también miradas diversas, tanto en los años 60 como en la
actualidad. Hubo movimientos y sujetos que se sintieron inspirados por sus
pares franceses, su novedad, sus métodos, su prosa, y otros que la sintieron
lejana, que vieron en ella una revuelta infantil o que la cuestionaron por ser
«una revolución donde no hubo ni un solo muerto de verdad, salvo algún muchacho
que se ahogó tratando de tirarse al río [Sena]», como la describió con crudeza
el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique13.
Esta ambivalencia
es especialmente clara en América Latina, donde la revuelta despertó todo tipo
de reacciones. «Dígales a sus lectores mexicanos que estamos continuando por
otros medios la lucha de Zapata y Guevara, de Camilo Torres y Frantz Fanon»,
decían los estudiantes parisinos a sus pares mexicanos14. Y en
México, José Revueltas devolvía el gesto felicitando a los franceses por su
emprendimiento no sujeto a fórmulas vacías ni enajenaciones partidarias; por
sus acciones contra la burocracia insensible, estéril, osificada de los viejos
líderes y por su gran salto teórico15. Sin embargo, en paralelo a
esos intercambios, los estudiantes uruguayos aseguraban a la prensa local que
la revuelta montevideana de mediados de 1968 no tenía nada que ver con la
francesa, así como los argentinos sostenían que sus luchas tenían otro tiempo
histórico. «Son distintas, pero no por eso menos sonoras o por tener menos
publicidad son débiles», explicaba un dirigente peronista16.
Similares
diferencias aparecen cuando miramos el eje este-oeste. Hay quienes postularon
que entre Mayo del 68 y la Primavera de Praga se puso de manifiesto un rechazo
común a las maquinarias políticas burocráticas y vieron en el deseo de libertad
de esos jóvenes del bloque soviético uno emparentable al que expresaban los
parisinos en la Sorbona o el Teatro Odeón. Sin embargo, otros advirtieron que
la revuelta checa era, antes que nada, similar a la revolución nacional en
Hungría, también aplastada por el ejército soviético en 1956. Sin ir más lejos,
hace unos pocos años, el novelista Milan Kundera advertía sobre la asimilación
entre aquellos dos sucesos:
El Mayo del 68 de
París fue una explosión inesperada. La Primavera de Praga, la culminación de un
largo proceso que arranca del choque que había producido el Terror estalinista
en los primeros años después de 1948. El Mayo de París, conducido primero por
iniciativa de los jóvenes, estaba impregnado de lirismo revolucionario. La
Primavera de Praga se inspiraba en el escepticismo posrevolucionario de los
adultos. El Mayo de París era un cuestionamiento festivo de la cultura europea,
vista como aburrida, oficial, esclerosada. La Primavera de Praga era la
exaltación de esa misma cultura durante largo tiempo sofocada bajo la
imbecilidad ideológica, la defensa tanto del cristianismo como de la negación
libertina de toda creencia y cómo no, del arte moderno (digo bien: moderno, no
posmoderno). El Mayo de París hacía gala de su internacionalismo. La Primavera
de Praga quería devolver a una pequeña nación su originalidad y su
independencia. Gracias a un «maravilloso azar» estas dos Primaveras,
asincrónicas, salidas cada una de un tiempo histórico distinto, se encontraron
el mismo año en «la mesa de disección»17.
El propio Moreira
Salles criticaba en la entrevista antes citada el lugar idealizado que el Mayo
francés tiene en el mundo, y en particular en América Latina, con el argumento
de que este no fue un proyecto de revolución, una praxis real de revolución,
sino un «proyecto puramente retórico». Mayo del 68 resultaba, para el director,
más conservador que el 68 de Europa del Este, donde estaba en juego la
ocupación rusa, e incluso que el de eeuu,
donde además de la Guerra de Vietnam se vivía la deriva de las drogas, el rock,
la psicodelia, el movimiento negro y el feminismo. Es decir, la insurrección
francesa puso de manifiesto, en un sentido genérico y quizá como en ninguna
otra parte, la reedición del sueño revolucionario en el Primer Mundo, pero esta
vez de la mano de un nuevo sujeto histórico, la juventud, o mejor dicho, a
través de la unión real y mitológica de obreros y estudiantes. Sin embargo, en
su singularidad no fue necesariamente un ejemplo a seguir. Mayo del 68 atravesó
de maneras muy diversas a una juventud cruzada por el compromiso militante y la
experimentación cultural; despertó admiraciones y recelos, pero muy raramente
se buscó en él un modelo a imitar. La advertencia en general fue, incluso entre
los más entusiastas, evitar cualquier gesto de imitación.
Estamos, como
vemos, frente a una pluralidad de miradas sobre el lugar del Mayo francés. Una
pluralidad que nos invita, como sugiere Elizabeth Jelin, a «descentrar el
centro»18: dejar de pensar en Europa como un núcleo que
irradia y proponer, en contraposición, una experiencia del 68 marcada por
múltiples focos: movimientos, ideas y prácticas que, de distinto modo y con
distintas intensidades, colaboraron en la construcción de ese imaginario
rebelde a escala global.
Septiembre - Octubre 2018
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Este
artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 276, Septiembre - Octubre 2018, ISSN: 0251-3552
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