Una de las pocas ventajas de vivir lejos de mi casa es que puedo, sin
remordimientos, volver a comprar los mismos libros. Una vieja edición del
Quijote, sepultada en el mesón de un mercado de libros usados en el mercado de
San Antonio en Barcelona, no es una tentación o un capricho, sino una necesidad
imperiosa y doméstica. ¿Quién merece vivir en un apartamento sin El
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, bien acompañado en un
firme estante por ambos costados?
Perdonar un libro diciendo “ya lo leí” es como no comprar más del vino
que ya bebimos y disfrutamos. Mientras voy haciendo una nueva biblioteca,
siento que construyo un pequeño refugio de ladrillos que son promesas y gratas
reiteraciones. En la biblioteca de Caracas los más parecidos a la arcilla son
los 24 tomos de la Enciclopedia Británica (creo que de 1953). El rojo oscuro de
su larga fila de lomos me recuerda a los ladrillos muy cocidos que usó el
arquitecto Jimmy Alcock en una de sus casas.
Sucede, además, que los libros cambian según el lugar y las condiciones
en que los lees. Los seis capítulos que cuentan el paso de Don Quijote y Sancho
Panza por Barcelona —la única ciudad que visitaron en su pastoral
peregrinación— ahora resuenan de manera más viva en mi interior. Sucede que
esta mañana paseé por esas mismas calles y ahora, tarde en la noche, me deleito
releyendo lo que proclamó el Quijote cuando camino a su aldea y a su muerte
describe la Ciudad Condal:
…archivo de la cortesía, albergue de
los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de
los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y
en belleza. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho
gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin pesar, sólo por haberla visto.
Estos episodios urbanos y quijotescos (dos adjetivos que suponía
irreconciliables) son quizás los más innovadores y arriesgados de toda esta
prodigiosa novela. Apenas el Quijote está aproximándose a la ciudad y ya es
recibido por unos jinetes que lo celebran como “el espejo, el farol, la
estrella y el norte de toda la caballería andante, el verdadero don Quijote de
la Mancha”. Lo de “verdadero” se debe a que un aragonés tramposo de apellido
Avellaneda acaba de publicar una falsa versión del Quijote. Los jinetes
insisten en que aquel caballero de una figura tan triste no es el ficticio, el
apócrifo, “que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el
verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de
los historiadores”.
Para los que llegaron tarde: Cide Hamete es un supuesto historiador
musulmán, inventado por Miguel de Cervantes, que ha escrito la vida de don
Quijote en árabe. Supuestamente, Cervantes se limita a transcribirla, un
recurso que le permite aparecer como un comentarista y plantear al lector
alternativas más lógicas, más verosímiles.
A continuación, Don Quijote le comenta a Sancho sobre el comité de
recepción: “Estos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra
historia, y también la del aragonés recién impresa”.
Con este intercambio Cervantes nos está envolviendo un poco más en las
redes y enredos de lo histórico. No se refiere a historias particulares, de
ésas que cada quien lleva a cuestas, sino a una historia única y universal que
no admite “versiones” ni “ficciones”. Los hombres que saludan al Quijote han
leído las dos opciones, la de Avellaneda y la de Cide Hamete Benengeli, y han
elegido la oficial, la legal y fiel a los hechos. La paradoja es que Avellaneda
existe, está vivo, es real, mientras que Cide Hamete es una invención de
Cervantes, de paso morisco y muy mal visto por una Inquisición que persiguió
toda huella de lengua árabe, escrita o hablada.
Algunos de los muros y fachadas que acompañaron los paseos de don
Quijote siguen en pie. Salgo a caminar por el Gótico y llego a la calle de Call, número 16,
justo donde el caballero andante, convertido en peatón, alzó los ojos y vio
escrito sobre una puerta con letras muy grandes: AQUÍ SE IMPRIMEN LIBROS.
Encontré el local cerrado pero con un nombre auspicioso: DULCINEA, COMPLEMENTS.
Le pregunté a un vecino de qué va la tienda y me dijo que eran cosas para novias.
Volveré a pasar a ver si tengo más suerte.
El caso es que don Quijote se alegró mucho, porque hasta entonces no
había visto imprenta alguna y deseaba saber cómo funcionaban. Curioseando y
comentando con los editores, llega al fondo del local y encuentra que están
corrigiendo las galeras de una novela titulada Segunda parte del
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Se trata de la versión apócrifa
que ha escrito el tal Alonso Fernández de Avellaneda, a quien Cervantes tanto
detestaba por su plagio:
—Ya yo tengo noticia de este libro
—dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba
quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín le llegará como a
cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables
cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y las verdaderas tanto son
mejores cuanto son más verdaderas.
Me seducen estas piruetas literarias que se muerden la cola hasta
alcanzar profundidades y vasos comunicantes que la literatura, hasta donde sé,
nunca antes había concebido. En los libros de caballería ya algún autor adornó
su obra diciendo que se trataba de un libro encontrado en una tumba antigua, o
era la traducción al toscano de una obra de origen griego. Con este recurso las
aventuras no parecen imaginadas, sino reproducidas, lo que les da mayor
verosimilitud. Pero nadie llega a los extremos de Cervantes, ciertamente
ayudado por Avellaneda, quien le regaló una versión falsa para que la evalúe y
la de por quemada el propio don Quijote, dándole fuerza al argumento de su
existencia.
En Barcelona, quizás por el mismo hecho de ser ciudad, se da una suerte
de intensificación que incluye el principio del final de las aventuras del
Quijote, cuando se enfrenta al falso “caballero de la Blanca Luna”, quien lo
vence y le perdona la vida con tal de que vuelva a su hogar, donde podrá morir
como el Alonso Quijano que siempre fue. Por eso exclama, ya de salida, mientras
mira por última vez la ciudad donde fue vencido:
¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y
no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí usó la fortuna conmigo de
sus vueltas y revueltas, aquí se oscurecieron mis hazañas, aquí finalmente cayó
mi ventura para jamás levantarse!
La emocionada lectura de estos capítulos sacude nuevas partes de mi
alma. Perdonen el desliz, el deleite y el ridículo de imitar a Cervantes al
hablar de lo mucho que tengo en Barcelona de extranjero y lo poco de valiente,
pues he huido de viles ofensas y abandonado firmes amistades en Caracas. He
recibido cortesías y tengo un albergue con tres estantes de libros. Del
“hospital de los pobres” poco sé; mis médicos siguen siendo los de Caracas, el
gran Kabbabe y el sabio Goihman. Nunca he podido leer una novela en formato
digital y ahora dependo de diagnósticos a través del WhatsApp y Gmail.
Lo que amo de Barcelona y de Caracas es que sean, tal como lo propuso
don Quijote, “únicas en sitio y en belleza”. Las proporciones son distintas. En
Caracas la disposición del valle y las montañas son de una magnificencia sin
mesura ni límites. Al evocarla trato de evadir las imágenes inabarcables de ese
grandioso espectáculo, tan mío, tan de siempre, para no ponerme llorón.
Ciertamente podemos hablar con entusiasmo de la belleza del sitio, pero no con
la misma seguridad del sitio de la belleza (lo construido en ese paraíso
tropical). Barcelona tiene una geografía menos espectacular, pero su escenario
posee abundantes recursos para dialogar con una arquitectura y un urbanismo del
que tenemos mucho que aprender.
Lo que no logro enfrentar es ésa nueva versión de Venezuela, apócrifa a
la fuerza, que no merece ser legal ni fiel. Me refiero a una ficción que se ha
ido tornando en una aterradora verdad, tan real y permanente como indigna e
imposible.
Cervantes sostiene que “las historias fingidas tanto tienen de buenas y
de deleitables cuanto se llegan a la verdad o a la semejanza de ella”.
Invirtiendo esta ecuación, debemos decir que las historias verdaderas se van
haciendo más y más perniciosas a medida que las vamos percibiendo como
ficticias por lo que tienen de malignas, de absurdas, de inenarrables.
Cervantes tiene mucho que enseñarnos como maestro de la meta ficción,
una forma de ficción que explora y reflexiona sobre su misma condición de
ficción. Las catastróficas condiciones de la realidad venezolana la han ido
adentrando en el reino de lo ficticio y, al mismo tiempo, esa misma ficción se
hace cada vez más real, más permanente, más fehaciente e insoportable. Es una
ardua tarea encontrar la manera de narrar, de percibir y de expresar este
enrarecimiento que le quita consistencia y continuidad a nuestro proceso
histórico. Estamos pasando de la banalidad del mal a los terribles males de la
banalidad histórica por carecer de una narrativa que nos explique y señale un
camino.
Pareciera que ni un novelista ni un historiador serían capaces de
explicar qué está pasando en Venezuela. Un ejemplo es la famosa lata de atún
que equivale a un millón de litros de gasolina. ¿Es un hecho real que parece
una ficción? ¡No! No puede, no logra pertenecer a la ficción porque es
inconcebible.
Una tarea titánica y urgente es explicar cómo un Gobierno, mientras más
daño le hace a su población, más señales asoma, y con más saña, de querer y
poder permanecer. Estamos ante un mal integral y homogéneo, sin fisuras, sin
contradicciones. Requiere menos esfuerzo lograr un infierno que un cielo. Para
sostener un infierno sólo se necesita dejarlo a su suerte mientras las
necesidades crecen y las posibilidades disminuyen. Sospecho que estamos ante
una suerte de metamaldición, una forma de maldad que se nutre de su propia
condición, una maldición que va más allá de sí misma generando sus propios
fantasmas y sistemas de perpetuidad. Esto explica que mientras más graves sean
las noticias, más ridículas y despreciables parezcan, y menos dignas de
crédito; mientras más urgente es el problema, más alejada la solución; mientras
más argumentos tiene la oposición, más se difumina; mientras más abyectos son
los esbirros, más se atornillan en la carne de la patria; mientras aumentan los
delitos, se amontona el olvido; mientras más incompetentes los gobernantes, más
ufanos y sonreídos; mientras recrudece el hambre, más se asienta la sumisión;
mientras más luz necesitamos, reina una mayor oscuridad; mientras más
inevitable e imperioso es el final, más incertidumbre hay sobre cómo será su
inicio; mientras las historias del Quijote nos parecen cada vez más ciertas,
nuestra historia se convierte en una ficción tan vil que su final será
necesariamente inimaginable.
Apostilla
Los sucesos que confirman este creciente proceso de presentar a la
realidad como una ficción son arrolladores, sorprendentes, incesantes. Después
de los recientes acontecimientos en la avenida Bolívar, el ministro de
Información, Jorge Rodríguez, declaró ante el país en cadena nacional: “Se ha
podido establecer, ya con evidencias, que se trata de un atentado en contra de
la figura del presidente constitucional de la República Bolivariana de
Venezuela”. La idea de un atentado contra una figura sugiere un ataque a una
foto, a un lienzo, a un personaje de cera, como la acción de aquel loco que se
abalanzó con un cuchillo contra la Mona Lisa. Según la descripción de
Rodríguez, da la impresión de que Nicolás Maduro no hubiese estado en la
tarima, sino solo su representación, o que no hay un presidente constitucional,
sino una suerte de inexplicable y testaruda ficción.
11/08/2018
Ilustración de Gustave Doré
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