martes, 5 de febrero de 2019

El síndrome universitario - Pedro Lluberes



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Suena algo más que trillado afirmar que la Universidad (así en mayúscula) se ha gestado históricamente como una institución de alto nivel orientada a la creación y transmisión de conocimientos. Por supuesto, en torno a esta amplísima y aparentemente simple caracterización podría converger todo un haz de interrogantes acerca de ciertas connotaciones configuradoras del perfil de dicha institución. Así, por ejemplo, desde una determinada perspectiva cabría cuestionarse, pongamos por caso, la subyacencia de putativos intereses (¿económicos, por ejemplo?) o el estatus de los beneficiarios mayoritarios (¿una determinada clase social?) de la institución; todo ello en contraste con una visión de proyecciones omniabarcantes hacia el conjunto de la sociedad correspondiente.


Podría hablarse igualmente en un momento dado, por ejemplo, ante la explosiva irrupción de nuevas tecnologías de la comunicación, de la posible vigencia y relevancia de los contenidos y modos de enseñanza universitaria prevalentes; o de la creciente fragmentación y especialización de los campos de conocimiento, versus enfoques más integradores e interactivos a tono con la creciente complejidad del mundo en que vivimos. Obviamente las perspectivas, interrogantes y cuestionamientos de los modelos universitarios vigentes pueden expandirse en múltiples direcciones. Consideremos, sin embargo, una de esas perspectivas en particular, esto es, aquella en la que se pondera el quehacer universitario como posible núcleo de crítica y confrontación respecto al entorno que le rodea.

Sobran, por supuesto, los ejemplos ilustrativos de un estado de cosas semejante, en los cuales característicamente se perfilan enfrentamientos de diversa índole entre instituciones universitarias, por una parte, y factores externos a las mismas por la otra. Pero démosle un vistazo a un caso que podría considerarse emblemático, el cual se remonta a los inicios del siglo XIX europeo, en suelo germánico (prusiano para más señas), en el que se ponen en evidencia las aristas de una tradición multicentenaria que –con todos sus matices y especificidades– habría de contrapuntear una y otra vez, urbi et orbe con reiterada persistencia.

Hagamos en consecuencia un poco de historia. A comienzos del siglo XIX, después de transcurrido un largo periplo desde la llamada Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, asociada en sus orígenes a nombres como los de Copérnico, Kepler o Galileo y entre cuyos efectos más notorios se fracturaba de profundis la autoridad de ciertos libros sagrados y sus intérpretes consagrados para pontificar soberanamente acerca de temas tales como si es el Sol el que gira alrededor de una Tierra inmóvil o si por el contrario es la Tierra la que gira alrededor del Sol, los múltiples efectos de tal fractura sobre la añeja universidad post-medieval habrían de consumarse de una u otra forma y a lo largo del tiempo de manera inescapable.

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Concomitante a ello la llamada Revolución Industrial del siglo XVIII, incardinada como lo estaba en una explosión de inventos tecnológicos de inmenso impacto social, entre los cuales, sin duda, descollaba la máquina de va por de James Watt, parecía destinada a marcar el paso de profundas trans formaciones de la sociedad europea comenzando por la Gran Bretaña y abordando luego a la Europa continental. El punto es que a la luz de la incontenible expansión científico tecnológica que señalizaría el perfil característico de las modernas sociedades occidentales, y aún olfateándose el potencial de confrontación imbricado en una transformación paralela de las instituciones universitarias como recintos claves en la formación de los cuadros de alto nivel a tono con las nuevas realidades, resultaba prácticamente inevitable vislumbrar cambios de largo alcance dentro de aquellas instituciones, algo que no podía pasar desapercibido a los gobernantes de los emergentes estados nacionales, engendros dilectos de la nueva sociedad burguesa europea. (No hay poca ironía en el hecho de que entre los mayores detractores de la burguesía suelen contarse precisamente los que rinden un culto casi religioso a una creación burguesa por excelencia, esto es, los modernos Estados-Nación, convertidos por ósmosis en «sagrados suelos patrios»).

Debe tenerse en cuenta al respecto que para la época de la Revolución Industrial las instituciones universitarias asentadas en suelo germánico no habían estado pasando precisamente por sus mejores momentos.
No por accidente proliferaban para entonces críticas acerbas que apuntaban hacia su dogmático tradicionalismo, llegándose al extremo de ataques como los de Christian Soltzman, por ejemplo, quien las comparaba con una suerte de fortalezas cerradas edificadas en la época de las Cruzadas. Dentro de una atmósfera semejante, la contrapartida natural frente a los acelerados cambios que ocurrían puertas afuera no sería otra, como se acaba de insinuar, sino el impulso de profundas reformas. Y aun cuando puedan manifestarse muy serias reservas y cuestionamientos sobre las tesis educativas de connotadas figuras del pensamiento alemán de entonces, como es el caso de Fichte, por ejemplo, el hecho real es que para las primeras décadas del siglo XIX las transformaciones de numerosas instituciones universitarias alemanas se hacían realidad impulsadas por la labor de distinguidas personalidades, entre las que descollaba la figura de Wilhem von Humboldt (hermano mayor de nuestro conocido Alejandro de Humboldt).

En la gran visión humboldteana –muy influenciada por las ideas pedagógicas de Pestalozzi– se conjugaba el énfasis en la formación personal o cultivo (Bildung), la creatividad (algo inseparable de la libertad de pensamiento), y la labor de investigación, consagrándose una interacción dinámica entre enseñanza e investigación como desideratum central de la nueva universidad. De hecho, para la segunda mitad del siglo XIX la universidad alemana se había convertido en muchos lugares del mundo en el gran modelo a imitar. Logro mayúsculo que, sin embargo, no habría de excluir tempranas y severas tensiones y confrontaciones con el medio circundante, emanado ello tanto de parte del personal académico como de las crecientes asociaciones estudiantiles.

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En efecto, esa creativa apertura de las universidades alemanas hacia un flu jo de nuevas ideas y estructuras organizativas no podía presagiar buenas relaciones con una jerarquía militarista, cerrada, autoritaria, como la era en particular el caso del Estado prusiano. Resultaba así más que previsible la reacción de este último, lo cual habría de materializarse más temprano que tarde según un cartabón que hoy debe resultar históricamente harto familiar: convenientemente encendidas las luces de alarma las instituciones universitarias fueron inquisitorialmente marcadas como focos de desestabilización. Una vez pergeñada de este modo la supuesta naturaleza del peligro y cobijándose bajo la sombra de las reformas reaccionarias prohijadas por el gran manipulador del célebre Congreso de Viena, el príncipe Klemens von Metternich, arquitecto de los llamados Decretos de Carlsbad (1819) en los que se configuraba un soporte legal para intervenir en las universidades, los gobernantes prusianos sólo tenían que esperar la ocasión propicia para asestar el golpe oportuno. Y ello, por supuesto, ocurrió. Un inestable y exaltado estudiante de nombre Karl Sand, miembro de un círculo estudiantil extremista, asesinó al escritor August von Katzebue, personaje éste que había alcanzado una cierta notoriedad por sus virulentas y reaccionarias apologías del régimen zarista. A la vera de tan infausto evento el plato estaba servido para poder fabricarse la gran excusa justificatoria de intervención de la universidad. El pun to clave es que la institución como tal quedaba incriminada por el Estado prusiano, entre otras cosas, como un «centro de subversión», vale decir, un núcleo desestabilizador de la sociedad prusiana. Para que no quedaran dudas, y afincado en los ya mencionados Decretos de Carlsbad, el Estado prusiano se arrogaba ni más ni menos que la facultad de expulsar de las universidades a todos aquellos profesores que estuviesen estigmatizados como elementos subversivos, prohibiendo incluso su incorporación en otras universidades.

La nueva universidad alemana pudo, no obstante y por fortuna, sobrevivir a tan duros asedios, tanto así que en décadas posteriores llegó a alcanzar el prestigio ya señalado. Pero el precedente intervencionista y descalificador habría, no obstante, de reverberar y recurrir con recalcitrancia por décadas y siglos. Lo cual nos abona el recordatorio de que si hay algo o mucho de cierto en el añejo dictum bíblico de que no hay nada nuevo bajo el Sol, las perennes intervenciones -abiertas o veladas- de estados autoritarios contra instituciones universitarias no harían en el fondo sino repetir, con uno que otro atuendo, el mismo y nefasto patrón consagrado hace ya casi dos siglos por el omnipotente, autoritario e intolerante Estado prusiano.

Publicado en El Nacional. Papel Literario, G6.
Caracas, 19-12-2009. Reproducido con autorización

1 Arquitecto por la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford, Inglaterra. Profesor Titular Jubilado de la UCV. Numerosas publicaciones, entre las cuales se incluyen Platón y la evolución de los establecimientos humanos en el mundo helénico; Unidad, método, y la matematización de la naturaleza. Universidad Central de Venezuela, Caracas-Venezuela


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