1. El dibujo de un mundo
A
través de la noción de posibilidad el hombre hace suya una determinada relación
con el rostro inacabado de la realidad, con su precariedad, con sus cambios y
con sus acontecimientos. Una lectura de Aristóteles y de Leibniz nos permite
entender que esto no sucede así porque lo posible introduzca en la realidad
actual, fija y necesaria un cierto grado de indeterminación pura. Al contrario:
lo posible se ofrece como bisagra del inacabamiento de lo real porque permite
determinar, es decir, pensar y tratar, el devenir y su incertidumbre. Decir el
cambio y sostenerse en él es instituir el orden abierto de la contingencia, un
orden abierto en el que conocer, explicar, acumular, mejorar, aprender,
construir…
La
determinación de lo posible es entonces la que aporta un modelo cuyas pautas y
criterios permiten pensar, justificar y transitar lo incierto, mutable y
perenne. Es el modelo que, arrancándola de los designios de la eternidad, hace
de la contingencia un mundo para el hombre. Visto así, instalarse en lo
inacabado es a la vez dibujar un mundo; pautarlo, fundamentarlo y justificarlo
hasta el punto de que este mundo destierra la invención o creación de otros
mundos. El orden de lo posible acaba proponiéndose, paradójicamente, como la
cartografía de un mundo que no puede ser otro, no porque sea ontológicamente
necesario, sino porque está dotado de un orden incuestionable, fundamentado en
la racionalidad propia de lo posible. Instituir el orden abierto de la
contingencia es afianzar, en última instancia, los cimientos de una
contingencia irrevocable.
Esta
paradoja encuentra su caso más extremo en Leibniz, el pensador de los infinitos
mundos posibles. Su filosofía, que se abre con el gesto radical de poner la
infinitud de lo posible como ley, medida y fundamento de lo real, conduce, a
través de una camino riguroso y arquitectónicamente muy bien construido, a la
conclusión de que el hombre está en un mundo sin alternativa; que forma parte,
por tanto, de una contingencia que ni de hecho ni de derecho podría ser otra.
El propio desencadenamiento del juego de lo posible (el cálculo exhaustivo de
sus relaciones, disyunciones y conjuntos de composibilidad; la emisión de una
elección y la realización de la mejor posibilidad) es lo que asegura como único
e indiscutible el dibujo del mundo existente. El juego de lo posible es así un
juego de racionalidad y de legitimidad, la ley de un orden único en el que
convergen todas las singularidades, hasta sus accidentes más ínfimos; en
definitiva, un pozo de razones, la fuente de justificación de lo que hay. Todos
los posibles confirman un mismo mundo. La contingencia irrevocable con la que
Leibniz afianza y defiende lo existente es, así, la que corresponde a un mundo
cargado de razones. Y es que éste es precisamente el problema que atraviesa el
pensamiento de Leibniz y su confrontación con lo posible: el de la
justificación de un universo infinito y oscuro, justificación que debe abrir
las puertas al desarrollo del conocimiento y de la ciencia y que, en su aspecto
teológico, debe conducir a la celebración gozosa e inteligente de la obra de
Dios. La irrevocabilidad de lo contingente no es entonces una condena sino que
se propone, precisamente, como un camino de salvación.
La
pregunta que se nos plantea a partir de aquí es: ¿en qué sentido puede valer
hoy la idea de una contingencia irrevocable para entender la relación que se
establece entre lo posible y lo real? Una cosa parece evidente: en esta
realidad de múltiples caras que podríamos llamar “el mundo de hoy”, no hay nada
que esté investido de una necesidad absoluta pero al mismo tiempo se
experimenta, con descarnada claridad, que nada puede ser de otra manera. El
mundo aparece hinchado de posibles, pero nosotros no podemos nada. Si ésta es
la experiencia que tenemos de la irrevocabilidad de la contingencia, está claro
que no aparece vinculada al problema de la justificación. El problema del mundo
no es hoy su oscuridad, sino la obviedad con la que cada acontecimiento
proclama, una vez tras otra, “esto es lo que hay”. No hace falta entonces
reconstruir el argumento por el cual todo lo posible confirma un mismo mundo.
Esta reiterada confirmación es el punto de partida. Ya no es la inteligencia a
la que aspira el pensamiento, sino la estupidez a la que deberá enfrentarse.
El
problema de lo posible aparece entonces bajo una luz totalmente nueva. No puede
formularse en términos de argumentos y contra-argumentos, porque lo posible no
es el pozo de razones de un mundo por explicar. Es la cartografía de una
realidad que lo pone todo a la vista. El mundo ha asesinado a sus dioses y ha
demolido sus fundamentos. “Todo lo posible pero sólo lo posible” no puede servir
entonces de ley, medida y fundamento de lo real. Lo que articula el orden
abierto de esta contingencia igualmente irrevocable es la afirmación “todo es y
se ha hecho posible”, la articulación incontestable e inapelable de la
obviedad. Las pautas y criterios de lo posible, su modelo de racionalidad y de
legitimidad, han hecho cuerpo con la realidad del mundo. Articulan la falsa
transparencia de lo que hay.
Abordar
hoy el problema de lo posible significa preguntarse por esta nueva lógica de
confirmación con la que lo posible dibuja un mundo, un solo mundo. Por eso hay
que abandonar algunos falsos problemas, que sólo consiguen distraer al
pensamiento y hundirlo en la impotencia. Buscar la delimitación de lo posible y
lo imposible, preguntar si hay o no hay posibles, argumentar en favor de unos
determinados posibles contra otros, o sopesar mundos alternativos son algunas
de las cuestiones en las que resulta engañoso entrar.
Demostrar
que algo es posible o imposible no puede si no conducir al reconocimiento ya
sea de un orden formal, ya sea de un estado de cosas; el argumento a favor o en
contra de determinados posibles es redundante en un mundo que no necesita
exhibir sus razones; finalmente, vincular lo posible a la idea de un mundo otro
es encuadrar la cuestión en una falsa y reductora oposición entre lo real y lo
posible, que despotencia toda la problemática. Y es que el problema de lo
posible no es reconducible a la pregunta por su existencia, sus contenidos o su
delimitación. Leibniz necesitaba argumentar que la infinitud de lo posible
confirma lo que hay. Para nosotros, éste es el verdadero problema que lo
posible nos plantea: los posibles no se han agotado; los posibles no necesitan
ser demostrados; los posibles deben ser interrogados porque confirman una misma
realidad.
2. Todo es y se ha hecho posible
2. Todo es y se ha hecho posible
¿Desde
qué mundo hablamos? ¿Cuál es este mundo en el que los posibles confirman sin
argumentos su propia realidad? No es el mundo sublunar griego, finalizado por
la perfección de una autosuficiencia divina; tampoco es el universo infinito,
física y teológicamente inteligente, de la modernidad. Nuestro mundo es una
realidad estallada en múltiples planos inconmensurables e incomunicables entre
sí. Nuestra realidad se dice de muchas maneras y sus lenguajes no son
traducibles, no se les presupone un denominador común. No obstante, podemos
seguir hablando de mundo, experimentando su unidad. ¿Desde dónde? Nuestra
realidad estallada y carente de referencias unívocas conforma un mundo en tanto
que está determinada por el conjunto de relaciones que produce e impone el
capitalismo tardío, un capitalismo que no se circunscribe a la articulación de
un determinado sistema económico y de producción sino que subsume todas las
esferas de la vida, hasta confundirse con la realidad misma. Le corresponde la
articulación de un consenso político, llamado democracia, cuyas instituciones
adquieren el estatuto de un medio ambiente,[1] que sólo puede ser estropeado o
conservado, pero en ningún caso cuestionado, subvertido, derrocado. La
democracia-mercado no es un sistema más. Proclamando su no-caducidad, instala
al mundo en una nueva y recién estrenada eternidad. Puede pasar cualquier cosa,
pero parece que el mundo por fin ha desnudado su verdad. “Esto es lo que hay”.
Se impone así la sensación de que siempre hemos estado aquí y se hace imposible
pensar cómo poner fin a lo que hay.
Pero
esta recién estrenada eternidad del mundo no tiene más ley que la de lo
posible. Es la extraña fatalidad de una contingencia irrevocable en la que nada
tiene por qué ser necesariamente como es pero tampoco puede ser de otra manera.
La irrevocabilidad de este orden abierto ya no es la de un mundo cargado de
razones. ¿Cómo se articula entonces? En el “todo es y se ha hecho posible” que
realiza el capitalismo tardío, lo posible no argumenta ni fundamenta. Es la ley
de orden de una realidad que no deja nada fuera ni se tiene a sí misma como
límite.
Una
realidad en la que todo es y se ha hecho posible no deja nada fuera, en primer
lugar, porque cualquier otro mundo, descartado o deseado, cae del lado de lo
imposible y se convierte en la expresión o bien de un desengaño histórico o
bien de una utopía. Lo posible no constituye el lugar de un argumento previo
que sustenta el mundo y conjura su oscuridad. La elección, como momento
fundamental de legitimación, deja de estar en el antes. No hay opciones
descartadas. Un solo modelo de realidad se hace portador de todos los posibles
y se ofrece, por tanto, como un espacio de la elección al que no hay
alternativa. La realidad no se legitima por haber sido elegida sino por
organizarse sobre la posibilidad permanente de elegir. La unicidad del mundo se
hace entonces total: ya no es el único por ser el mejor posible, sino que es el
único porque ha engullido todo lo posible. En segundo lugar, una realidad en la
que todo es y se ha hecho posible no deja nada fuera porque no hay en ella nada
que desvelar, ni siquiera su propio fundamento. Las redes de lo posible dibujan
entonces la cartografía de una realidad obvia en la que todo se puede ver, en
la que todo se puede decir. Su racionalidad y su legitimidad constituyen la
transparencia impertinente y sin argumentos de lo que no se deja preguntar ni
siquiera por su porqué; puro sentido común que se impone con un estúpido
silencio.
Una
realidad en la que todo es y se ha hecho posible no se tiene a sí misma como
límite porque en su incesante movimiento no se anuncia ni su muerte ni la
llegada de algo otro. No es portadora de ninguna contradicción ni tendencia.
Ilimitadamente paradójica, se instala en el fin sin fin de una conclusión
permanentemente inacabada. No hay nada que resolver. Desde este punto de vista,
las redes de lo posible no son solamente el dibujo de una realidad obvia, sino
también el lugar de un movimiento sin meta ni peligro: la continua movilización
de diferencias y la gestión del riesgo y de la imprevisibilidad en la que todo
se sabía aunque fuera imposible predecir nada. Si éste es su movimiento, su
futuro es entonces el de un tiempo sin medida y sin acontecimiento por el que
una realidad navega hacia sí misma, en la reiterada confirmación de lo que hay.
3. Fin sin
fin
Sin
nada que desvelar, sin nada que resolver, sólo podemos empezar repitiendo, una
y otra vez, la verdad inmediatamente más obvia y estúpida de la contingencia
irrevocable en la que nos encontramos: que todo es y se ha hecho posible. Es
una verdad obvia y estúpida porque en principio no dice nada. El pensamiento ha
dado pocas afirmaciones tan vacías como ésta. Sin embargo, inscrita en el
análisis que estamos haciendo del concepto de posible como concepto político y
de su relación con la organización de un determinado dibujo de la contingencia,
ha empezado a llenarse de sentido. Concretamente, ha apuntado al carácter
simultáneamente obvio y paradójico de una realidad múltiple, que no tiene por
qué ser necesariamente como es pero que sin embargo se halla encerrada en el
orden abierto e infinito pero sin secretos ni salidas de un mundo radicalmente
único. La afirmación reiterada de esta nueva ley de lo posible, realizada por
el capitalismo tardío, despliega las diferentes caras paradójicas de su
realidad.
3.1.
Primera paradoja
En
primer lugar, todo es y se ha hecho posible nos habla de la extrema diversidad
y desigualdad de un mundo incuestionablemente único. Un mundo en el que todo es
y se ha hecho posible es un mundo máximamente variado y desigual, en el que los
lenguajes que hablamos, las enfermedades de que morimos, las calorías que nos
mantienen vivos y los dioses que calman nuestra sed no guardan ya proporción
alguna. Sin embargo, las grietas, abismos y vacíos han sido borrados de su
superficie: las fronteras, vallas, alambres y minas que se clavan sobre la piel
de mares y continentes no separan mundos ni son límites que prometan una nueva
tierra. Al contrario: son las cicatrices que aseguran la unidad inquebrantable
de este mundo que, porque en él todo es y se ha hecho posible, se despliega
como un continuo de diferencias que todo lo engulle.
Como
no es de extrañar, en el sistema leibniziano habíamos ya encontrado la
formulación de una diversidad que no subvierte ni fragmenta sino que reafirma e
incluso glorifica el carácter ordenado y único del mundo existente. Se trataba
de la diversidad que constituyen los infinitos puntos de vista: cada individuo,
como un espejo de perspectiva ligeramente inclinada respecto a los demás,
reflejaba y multiplicaba los rostros de un mismo universo. La ley de orden del
mundo se alojaba y se afianzaba entonces en sus infinitas expresiones. Era una
diversidad que se articulaba en una relación sin relación, armónica o
conspirativa, apoyada sobre la idea de que otros infinitos mundos hubieran sido
posibles. Cada diferencia implicaba al resto, porque todas se desprendían de
una misma decisión racional: que este mundo, porque era el mejor, tenía que
existir.
La
situación ha cambiado. No habiendo decisión previa ni opciones descartadas en
las que fundamentarse, las diferencias no arrastran consigo la afirmación de
este mundo frente a otros. Si no pueden ser creadoras de mundo es porque se nos
ha hecho imposible pensar y vivir en relación a un mundo otro. ¿Padecemos
quizás un déficit de imaginación? El lamento sobre la propia impotencia no es
sino un imparable remolino que sale de ella para hundirnos aún más. Lo nuevo es
que el mundo se ha hecho radicalmente único y no sirve de nada desviar la vista
hacia otros supuestos horizontes, lejanos o futuros. Hoy, un solo modelo de
realidad se ofrece como portador de todos los posibles. Por eso no necesita ser
legitimado frente a otros. Y es cuando no hay otro, que todo se moviliza[2] por
la obviedad de lo que hay. Es cuando no hay otro, que todo se mueve bajo la
amenaza de un afuera que no existe; o mejor dicho, de un afuera que sólo existe
como amenaza o como muerte, como condena a no existir.
Asentado
sobre la obviedad y sobre el miedo, este modelo de realidad que se hace único
porque es portador de todos los posibles tiene un nombre: es la
democracia-mercado o, dicho de una manera más chic, el Global Democratic Market
Place.[3] Sus nombres proliferan, porque es el objeto más preciado del
periodismo de actualidad, y sus acentos varían en función de las expectativas y
valoraciones que se le adscriban. Sin embargo, sus dos rasgos constitutivos no
acostumbran a mencionarse, y no porque se escondan, sino porque se acostumbran
a dar por supuestos: en primer lugar, que no hay alternativa a la democracia y
sus instituciones; en segundo lugar, que no hay alternativa al capitalismo.
Ambos se confunden con la realidad y se vuelven indiscernibles. O peor aún, si
cabe: innombrables. No es anecdótica la extrañeza que nos produce a las
generaciones más jóvenes la palabra “capitalismo”. Reconocerla y, por lo tanto,
distinguirla requiere un largo y esforzado aprendizaje. Un capitalismo que
cambia de forma pero que no parece llevar inscrita en su movimiento la
posibilidad real de su muerte se esconde, naturalizado también, detrás de sus
“mejores o peores” versiones. Se puede luchar hoy contra el neo-liberalismo y
la globalización, pero no con ello se pone en cuestión al capitalismo.
Es
en esta democracia-mercado del capitalismo mundial integrado que asegura la
unidad inquebrantable del mundo, donde toma cuerpo un discurso de la diferencia
que ha neutralizado todas sus amenazas y peligros. Cuando la diferencia no encuentra
más caminos por los que discurrir que los que trazan la obviedad y el miedo de
un mundo que se ha quedado solo, la imagen del otro puede circular
inofensivamente por las calles de nuestra ciudad,[4] por las páginas de las
revistas de entretenimiento dominical y entre los flashes de la publicidad. Es
también en ese mismo escenario donde la desigualdad más extrema puede continuar
extremándose obscenamente sin consecuencias. ¿Dónde está el límite cuando la
realidad misma no lo tiene, cuando todo es y se ha hecho posible?
La
imagen del otro puede decorar inofensivamente nuestro paisaje porque de él ha
desaparecido, como venimos diciendo, la posibilidad real de un mundo otro. Esta
desaparición se acompaña, sin embargo, de una revitalización del discurso sobre
la utopía. Y no es de extrañar. Ante la imposibilidad de “cambiar el mundo”,
parece que sólo cabe o bien proyectar optimistamente hasta el final su camino
de dirección única, o bien apelar a la exigencia de algún tipo de horizonte
imposible. En el primer caso, se da rienda suelta a toda clase de tecnoutopías
futuristas que pretenden embarcarnos en un progresismo sin fin. Bajo la promesa
de la continua mejora en el tiempo, se confirma el mundo y se nos aplasta con
más fuerzas, si cabe, en su incuestionabilidad. En el segundo, se inventan
otras globalidades que oponer a ésta, por ejemplo, la que restaura una supuesta
unidad armónica entre el hombre y la Tierra o la de una siempre reciclable
república universal. Son otras globalidades que se oponen a la que nos engulle,
sin más eficacia que la que indica su nombre: como globos que por mucho que
reboten nunca conseguirán pinchar y hacer estallar al otro. A partir de las
ideas de Bloch, se argumenta a menudo que la utopía no tiene como objetivo ser
realizada sino que su función es poner en movimiento la crítica a lo que hay.
Pues bien, esto es lo que hoy, en tanto que último receptáculo de la idea de un
mundo otro, la utopía ya no puede hacer. Sea por la vía directa de su
afirmación, que confirma el aplastamiento al que lo posible nos entrega, sea
por la vía indirecta de la consagración de nuestra impotencia, que refuerza el
secuestro de la realidad, cada vez más extraña a nuestras manos, la utopía hoy
no puede sino confirmar la realidad del mundo en que nos encontramos.
3.2.
Segunda paradoja
En
segundo lugar, todo es y se ha hecho posible nos habla de la aguda
imprevisibilidad de un mundo en el que todo está dado. En un mundo en el que
todo es y se ha hecho posible, saltan los cauces de la previsibilidad y la
cadencia temporal de los acontecimientos se desborda. Porque todo es posible,
puede ocurrir cualquier cosa y puede hacerlo en cualquier momento. La
imprevisibilidad se instala así en el corazón de nuestras biografías, en la
relación de éxitos y fracasos de cualquier empresa, incluso en el curso de los
ciclos naturales. También en el estallido del “terror” y en las correlativas
declaraciones de guerra. ¿Quién sabe hoy dónde va a estar al día siguiente?
¿Quién puede instalarse en la seguridad de un rol? ¿Quién no aguanta soñando
que a cada minuto puede cambiar su suerte? En esta cadencia loca, en la que los
tiempos y los acontecimientos no guardan ninguna proporción entre sí, todo se
mueve como el ritmo vertiginoso de la moneda, que en pocos segundos se cae y
remonta en una hermosa pantalla de lucecitas verdes y rojas, habiendo dejado un
reguero de muertos en el camino. Y sin embargo, porque ésta es la
imprevisibilidad que late en una realidad enteramente confinada al modo de lo
posible, todo está dado. En la apertura sin afuera del todo es posible no rige
ningún plan, no se despliega una ley de lo predecible, ni hay una inteligencia
directriz. El modelo de lo posible ha hecho cuerpo con el mundo y articula, sin
fundamento, una contingencia irrevocable, arbitraria y necesaria a la vez. Todo
está dado, entonces, porque la imprevisibilidad, lejos de abrir abismos y
grietas de fondo oscuro, se inscribe y se recompone en el plano de visibilidad
de lo que hay, en la falsa transparencia de lo obvio. En las prisiones de lo
posible no nos asalta ya el absurdo, pero tampoco nos acecha una radical
novedad. Lo imprevisible se hace reconocible. Lo nuevo se neutraliza en un
reiterado déjà vu.[5]
En
la oscilación de esta segunda ambivalencia, todo es y se ha hecho posible nos
instala en la precariedad. Más allá de coyunturas económico-laborales, la
precariedad designa la fragilidad de una realidad en la que el cambio, la
continua emergencia de algo nuevo y la incesante apelación a la creación no
responden a problema alguno; es decir, no liberan ningún sentido nuevo: todo se
sabía ya aunque fuera imposible predecir nada. Por eso en la precariedad no hay
peligro, sólo hay riesgo. No hace falta citar a Hölderlin para captar la
diferencia. El peligro se afrenta, el riesgo se gestiona; en el peligro nos
acecha un impensado, en el riesgo una amenaza; contra el primero se lucha,
contra el segundo se decide calculando probabilidades; finalmente, el peligro
se vence mientras que al riesgo se lo esquiva, gracias a las garantías de la
seguridad. Y lo más importante: mientras que los peligros no se escogen, todo
riesgo remite a una elección y a sus consecuencias. Es en la incertidumbre del
riesgo donde toma cuerpo el carácter siempre abierto, infinitamente inacabado
pero incuestionable y ya siempre dado, de las prisiones de lo posible y su
espacio de la elección; una apertura sin afuera en la que se entretejen la
máxima arbitrariedad y la máxima responsabilidad: puede ocurrir cualquier cosa
y al mismo tiempo todo depende de tu elección (de tus opciones, de tus
preferencias, etc.). Sobre estos dos pilares se construye en las prisiones de
lo posible el “reino de la libertad”. Un reino perverso, ciertamente, porque en
él la libertad se ejerce aproblemáticamente: es una libertad que, recogiendo de
nuevo la interrogación de Zaratustra, se ha desprendido de su “para qué”.[6]
Por eso puede ser presentada como aval del orden, por parte de los defensores
de la democracia-mercado, y al mismo tiempo ser considerada como un problema
resuelto o a bandear por parte de la izquierda y gran parte pensamientos
emancipatorios. La que se practica en la arbitrariedad calculable del riesgo y
bajo el horizonte de la responsabilidad y el juicio: ésta es la libertad que se
defiende en las prisiones de lo posible. Frente a ella sólo caben dos
posiciones: o bien desintegrarla, desde dentro, como cuestión y entonces
podemos apoyarnos en las magníficas palabras de Valéry:
“¿Pero
de dónde puede venir esta idea de que el hombre es libre; o la otra, de que no
lo es? Yo no sé quién ha empezado, si la filosofía o la policía. Después de
todo, se trata de hacer plenamente inocentes les actos del hombre y asimilarlo
a un mecanismo; o de hacerlo, como se acostumbra a decir, responsable…”[7]
O
bien plantearse qué fenómenos de liberación (si es que esta palabra puede ser mantenida
tal cual) pueden estar a la altura de esta realidad abierta y sin afuera. La
pista la tenemos: tendrán que ver con formas de pensar lo posible contra sí
mismo hasta el punto de hacer estallar la lógica imprevisiblemente reconocible
de la elección.
3.3.
Tercera paradoja
Finalmente,
todo es y se ha hecho posible nos habla del carácter concluyente de una
realidad no acabada; concluyente, porque ya ha engullido y hecho posibles todos
los posibles; no acabada, porque no ha llevado su realización hasta el final.
Un mundo en el que todo es y se ha hecho posible es por lo tanto un resultado
sin cumplimiento, un punto de llegada que se clausura y se instala en el aún
no.
El
aún no, convertido en lugar de anclaje, en el territorio mismo de la realidad
entera, deja de brillar como “señal que invita a ir hacia adelante, que ordena
ir más allá y no quedarse a la zaga”.[8] No está cargado de futuro ni es
portador de una exigencia de transformación. Se abre como un aquí y ahora
permanente en el que nada se cumple y nada se anuncia aunque ocurran muchas
cosas; es el paradójico aquí y ahora que corresponde a una realidad, ineludible
y a la vez siempre extraña, que se instala en un presente hecho de posibles.
Cuando los posibles pertenecen enteramente al presente, cuando ya sólo nos
hablan de lo que hay y lo reiteran y confirman infinitamente, el mundo se
abandona a un tiempo sin medida y sin acontecimiento. Su movimiento incesante
danza en los bordes de un fin sin fin en el que no hay proceso ni tendencia, y
en el que no se atisba más salto o ruptura que el que siempre ha anunciado en
el imaginario colectivo la muerte súbita de una catástrofe extemporánea. De ahí
el interés que despiertan, en este fin de milenio, toda suerte de apocalipsis.
No es una cuestión de fechas, aunque siempre ayudan a alimentar la imaginación.
El fenómeno responde, más bien, a la imposibilidad de pensar, hoy, la manera de
poner fin a lo que hay. El único recurso a mano, porque no necesita de metas ni
finalidades, es entonces el del cataclisma total.
El
fin sin fin de esta conclusión permanentemente inacabada que son las prisiones
de lo posible vuelca y desborda la idea del “monde fini” que puso en
circulación Paul Valéry[9] y que aún hoy en ensayos recientes se retoma con
facilidad. Más allá del agotamiento de lo oscuro y del desvelamiento de la más
nimia parcela por descubrir, el mundo sigue acabándose sin acabar, porque no
sólo se ha dado el mapa exhaustivo de su corteza planetaria sino también la
obvia cartografía de sus posibles. Si el “tiempo del mundo acabado” tiene
futuro, éste será el de una realidad que navega hacia sí misma, guiada por el
mapa infinito de sus posibles. Es el futuro del mundo, que puede ser
infinitamente gestionado. Embarcados en esta navegación autorreferencial por la
que un modelo solo, portador de todos los posibles, se reproduce y se confirma
a sí mismo, todo mirar hacia adelante queda reducido a la tonalidad de una
adhesión anímica: optimista, y entonces podremos alimentar un voluntarismo
constructor de pseudo-futuros en forma de biografía, de proyecto o de avance
material, sea del tipo que sea; o pesimista, y entonces vendremos a engrosar
las filas de cansados, cínicos e indiferentes a los que este mundo de infinitos
posibles no dejará tampoco parar de trabajar. Estas parecen ser las opciones
que ofrecen los tiempos del fin (de la historia, de las ideologías, etc.), que
paradójicamente son los tiempos de un mundo en el que todo es y se ha hecho
posible. Pero hay navegaciones difíciles, y las hay también que complican su
travesía. Las hay incluso que, porque se emprenden con el único propósito de
zarpar, acaban por extraviar el rumbo y hacer inservible el mapa. Sólo en éstas
valdrá la pena aventurarse.
4. Las
prisiones de lo posible
Esta
realidad obvia y precaria de unas redes de lo posible que no dejan nada fuera
ni se tienen a sí mismas como límite es a lo que queremos llamar las prisiones
de lo posible. Todos los posibles confirman en ellas a un mismo mundo: un mundo
que se ha quedado solo. Esta soledad no se debe únicamente a que desde el pensamiento
crítico no se pueda pensar y vivir en relación a la idea de otro mundo. Es que
la realidad misma no necesita de la referencia a nada otro (ni un sueño, ni una
meta, ni un espacio por civilizar) para dirigir su movimiento: no necesita
encaminarse hacia nada más que hacia sus propios posibles. Por eso se puede
decir que el desarrollo mismo de la sociedad y de su corazón capitalista han
decretado el fin de la modernidad. Hay mucho futuro, pero no hay proyecto; hay
un abanico infinito de posibles por explorar, pero nada decisivo que desvelar.
Podríamos decir que son los tiempos de un nuevo universalismo, que no es
resultado de una regresión hacia lo premoderno sino, creemos, de un salto más
allá. Es el universalismo de lo obvio: un universalismo desfundamentado y
desnudo de razones. Es ahí donde la imposición estúpida e impotente de “lo que
todo el mundo sabe”, de “lo que nadie puede negar” toma más fuerza que nunca.
El
orden de la contingencia ha resultado ser, para nosotros, el de una
contingencia irrevocable, sin fundamentos ni argumentos: prisiones sin afuera y
sin salida; espacio de la elección al que no hay alternativa. Pero no todo
acaba ahí. La ambivalencia misma del concepto de posible lo impide. El modelo
de racionalidad y de legitimidad que lleva en sus entrañas es fuerte. Tan
fuerte como el sentido común. Alternativas, disyunciones, y el gran pilar de la
elección. Sensatez e insensatez que constituyen una ontología. Sabiduría del
límite que construye una gran prisión. Abierta. Pero todo modelo, por serlo,
abre unos campos de batalla. Sólo se piensa contra un patrón, apuntando a un
impensado. Lo posible tiende también sus batallas. Su vocación normativa y
fundamentadora no lo agota. En el concepto de posible se abre siempre, también,
esa relación con el rostro inacabado de lo real: con sus inadecuaciones,
excesos y precariedades. ¿Cómo pensar lo posible contra el modelo de orden que
entraña?
5. La
escenificación del fin de lo político y sus discursos
En
la reiteración de ese enunciado inicialmente vacío y estúpido, “todo es y se ha
hecho posible”, han desfilado delante nuestro la extrema diversidad y
desigualdad de un mundo incuestionablemente único, la aguda imprevisibilidad de
un mundo en el que todo está dado y el carácter concluyente de una realidad no
acabada. Han empezado a girar, así, las tres paradojas que hacen funcionar lo
posible como ley que nos ata a lo que podría ser de otra manera o no ser; las
tres ruedas que alimentan la irrevocabilidad de lo que no tiene porqué ser y al
mismo tiempo no puede ser de otra manera. Son las tres expresiones de esa
extraña fatalidad que no se fundamenta en ningún absoluto ni se desprende del
decreto autoritario de ningún dios, sino en la metástasis de lo posible como
obvia cartografía de lo que hay. Sobre su irresoluble girar, lo posible nos
pone en la obviedad de una realidad abierta y sin afuera que no se deja
(des)hacer, sólo confirmar. Por eso, instaladas en esta conjunción
aproblemática y aporética a la vez, las prisiones de lo posible escenifican el
fin de lo político. Lo posible, en su invariable cantinela compuesta de
alternativas, elecciones y contingencias por transformar, muestra ahora sin
ambigüedades que no es un arma política para la creación de mundos: en el
territorio infinito y fatal que dibujan su inteligibilidad y su legitimidad,
hemos visto desvanecerse la idea de un mundo otro e integrarse a la alteridad
claudicante, hemos asistido a la neutralización de la novedad en una
imprevisibilidad reconocible y a la múltiple celebración de una libertad que ha
perdido el problema de su “para qué”; finalmente, nos hemos encontrado
embarcados en el fin sin fin de un no-futuro con mucho tiempo por delante. Aquí
es donde los dientes pueden empezarnos a rechinar y donde nuestro no-saber,
hasta ahora pura estupidez e impotencia, puede empezar a balbucear. Aquí es
donde el “todo es y se ha hecho posible” podrá levantarse como problema que no
ha hecho más que empezar. Pero para ello tendremos que desprendernos de algunas
de las inercias que, articuladas como estrategias que crean zonas de seguridad,
han localizado el discurso, lo refuerzan y coartan con el peso de una verdad y
conjuran, así, el peligro idiota de un nuevo balbuceo: el balbuceo de los que
sin buscar ni esperar nada, pensando lo posible contra lo posible, aspiran al
mundo como mundo por demoler aún.
El
primer discurso que, a pesar de tentador y reconfortante, cae por su propio
peso es el de los proyectos emancipatorios que se agarran sin tregua al
descubrimiento de nuevos posibles \u2013sociales, ecológicos, tecnológicos,
etc.\u2013 con los que abrir camino hacia un futuro mejor. Los objetivos se
diversifican, se hacen más variopintos y concretos, quizás no aspiran a
subvertir, pero sí a mejorar… En todo caso parten de un mismo esquema insostenible
después de todo lo que hemos visto hasta aquí: que hay un horizonte de posibles
(sean más o menos ideales), por encima de una realidad injusta, deficiente y
eternamente decepcionante, a los que hay que apuntar y por los que hay que
luchar. En el mejor de los casos, es un discurso cargado de buenas intenciones
pero los discursos, como sabemos, no se miden por sus intenciones ni en función
de un margen de error. Debemos prestar atención a los efectos de realidad que
producen y en este caso, como veremos, no son inocentes ni inofensivos. El
empeño en mantener una supuesta oposición crítica entre la realidad y un
horizonte de posibles tiene dos consecuencias principales: en primer lugar,
produce un bla bla bla risible pero edulcorante y tranquilizador que vela “lo
que todos sabemos” (que todo es posible y sin embargo no podemos nada… más que
escoger) y llena el vacío estúpido e insoportable que nos engulle cuando no
tenemos nada que decir. Es un bla bla bla que calma y culpabiliza: calma a
quienes no se atreven a vivir sin opciones ni re-soluciones y culpabiliza a
quienes no creen ni quieren creer que van a cambiar el mundo. En segundo lugar,
pone en marcha una dinámica de pequeños éxitos y continuos fracasos que,
enraizada en la renuncia y el miedo, refuerza la lógica de la elección (“esto
mejor que nada”) y ahonda en el cansancio voluntarista de una navegación
ancorada en sus proyectos: una navegación que, sin atreverse a zarpar, se
empeña en seguir trazando rutas sobre el mapa mientras refuerza los nudos de sus
amarras: cada vez más impotentes, cada vez más estúpidos, cada vez más
culpables y cada vez más prisioneros, claro está, de lo posible. Apelar a todos
los sueños que un día se harán realidad y esforzarse en demostrar la
posibilidad de sus posibles produce hastío. En las prisiones de lo posible sólo
nos interesan los sueños que dejan, al despertar, la huella imborrable de la
noche. No se escogen, no se argumentan y lo que menos importa es que se hagan
realidad. Son los sueños que hacen que ya no seamos los mismos al siguiente
despertar.
Junto
a los proyectos emancipatorios, hay otros discursos que más que caer por su
propio peso deben quedar inmediatamente desbordados por nuestra mirada sobre
las prisiones de lo posible: los que, sea desde la perspectiva que sea, narran
la historia de un final. Por extremos y prototípicos nos referiremos, muy
brevemente, a dos: la teoría del fin de la historia (en la versión que da
Fukuyama) y la teoría del simulacro o de la evanescencia de lo real, tal como
la ha pensado Baudrillard. De alguna manera, y por eso vale la pena tenerlos en
cuenta, ambos son discursos que se sitúan en las prisiones de lo posible,
porque dan por acabada e irrecuperable la proyección de nuevas realidades que
se apoyaría en un horizonte de posibles con capacidad para desmentir lo que hay
y abrir nuevas tierras y caminos. Pero, como veremos, lo hacen desde una
perspectiva que no puede sino encadenarnos aún más. Para la teoría del fin de
la historia, cuya voz más altisonante ha sido la de Fukuyama pero que nos habla
cada día desde las múltiples voces del sistema político y económico mundial, la
ausencia, históricamente demostrada, de alternativas a un modelo que se hace
así portador de todos los posibles lo convierte inmediatamente en el
advenimiento (empíricamente imperfecto pero innegable) de un ideal a celebrar:
la democracia-mercado. Su “historia de un final” es por tanto la proclamación
de una “buena nueva”. Desde la teoría del simulacro, el agotamiento de los
posibles como instancia crítica y motor de alternativas no tiene que ver con el
hundimiento histórico ni teórico de esos mismos posibles. Es el resultado de
algo muy distinto: del asesinato de la realidad, que ha sido suplantada por los
signos que dan fe de ella. Disuadida en el espacio absoluto y transparente del
simulacro, sin original ni referente, la realidad no ha triunfado: en la
superficie de las apariencias es la gran ausente, el vacío cuya desaparición no
ha dejado huella. La impotencia de lo posible, su insistencia en hablarnos de lo
que hay y confirmarlo infinitamente, queda así explicada mediante un
desplazamiento que sólo puede dejarnos a las puertas del aquí y ahora de un
“apocalipsis” de lo virtual, es decir, en una generación para siempre
interminable y reciclable de simulacros que nos ha sustraído irremediablemente
tanto la realidad como la ilusión.
Ambos
discursos asumen, por lo tanto, el paradójico fin sin fin de las prisiones de
lo posible de tal manera que se enclavan en él, con triunfo o con melancolía, y
lo hacen de-finitivo. El primero, con el gozo cínico e insultante, dadas las
circunstancias, del “ya hemos llegado”; el segundo, con el gesto cansado e
impotente del “se acabó…”. Para ver qué perspectivas adoptan en las prisiones
de lo posible, podríamos decir que si el primero nos encadena, celebrándola, a
su aproblematicidad, el segundo nos amarra, con impotencia y finalmente con una
indiferencia cool, a su aporía. Más allá entonces de la persecución
voluntarista y cansina de nuevas posibilidades, las prisiones de lo posible
tienen otras dos modalidades de condena: el triunfalismo de su rostro
aproblemático y la indiferencia que genera su rostro aporético. El primero
refuerza nuestro aplastamiento en la obviedad transparente y llanamente visible
de lo que hay; el segundo perpetúa la irresolubilidad infinita de una realidad
más y más extraña e intocable. Uno y otro secuestran y nos sustraen lo posible,
a la vez que nos encierran en un mundo en el que todo es y se ha hecho posible.
¿Cómo será una mirada que no se detenga en el “donde hemos llegado” ni le
interese “lo que se acabó”? ¿Cómo y hacia dónde emprender el éxodo que parte de
este mapa sin exterioridad que son las prisiones de lo posible?
Marina Garcés.
En la prisiones de lo posible. Ed. Bellaterra. Barcelona. 2000.
https://artnodes.uoc.edu/articles/10.7238/a.v0i3.688/galley/3248/download/
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