Una lectura de “Persona non grata” de Jorge Edwards: “Las tiranías,
asustadas siempre a causa de sus propios crímenes, inoculan su delirio en
aquellos que persiguen, hasta hacerlos creer que son ellos los pobres
delirantes. (...) Porque el tirano, que tanto habla, teme siempre la palabra
que lo señala”
Tú no has escrito nada que nosotros no
supiéramos de antemano. Te has limitado a mostrar, como en la fábula, que el
rey andaba desnudo.
Unos amigos polacos hablan con Jorge
Edwards
Cuando apareció la primera edición de
este libro del escritor chileno Jorge Edwards en 1973, Venezuela hacía tres
lustros que había entrado en la democracia que, en teoría y no sin tropiezos,
la estaba llevando con paso seguro a participar en el concierto de las naciones
libres del mundo occidental. Poco a poco, la población venezolana comenzaba a
olvidarse del oscuro casi medio siglo que dos dictaduras (la de Castro/Gómez y
la de Pérez Jiménez) habían impuesto en el país, condenándolo a no entrar del
todo en el siglo xx o, peor, a entrar cojeando, con un avance por aquí o por
allá, siempre contenido por el capricho y los intereses del dictador de turno.
En 1973, año electoral, el que a la postre se convertiría en presidente, Carlos
Andrés Pérez, ese hombre que “sí caminaba”, prometía echar a andar al país con
él, continuando, en realidad, la labor democratizadora de los tres presidentes
que lo habían precedido (Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera); y no
hubo pocos gestos al respecto: muy pronto, la industria petrolera y de la
minería regresarían a manos del Estado, y el gobierno puso en marcha programas
sociales y económicos que hicieron pensar que el sueño de la “gran Venezuela”
se estaba cumpliendo a cabalidad: de entonces son proyectos tan importantes
para la cultura venezolana como la Biblioteca Ayacucho, el Sistema de Orquestas
Juveniles y el impulso decidido al recién fundado Museo de Arte Contemporáneo
de Caracas. Eran señales de prosperidad producto de la quinceañera (y
aparentemente robusta) democracia, sin tomar en cuenta, desde luego, que el
súbito progreso venezolano se debía, también, a los desdichados conflictos en
Oriente Medio que hicieron que el precio del petróleo subiera. La desgracia de
otros era la abundancia nuestra, pues para nadie es un secreto que la de
Venezuela en el siglo XX ha sido la historia del petróleo. Gracias a él, y por
su culpa, el país ha evolucionado e involucionado a partes iguales. No fue tan
errado el consejo de Arturo Uslar Pietri en 1936: había que sembrar el
petróleo: ocultarlo de nuestra ambición o hacerlo crecer de otra manera más
productiva.
Cuando apareció Persona non
grata mi generación apenas comenzaba a estudiar el kínder, y crecería,
al menos hasta 1983, compartiendo con sus mayores un clima de abundancia y
despreocupación, compartiendo la solar seguridad que da vivir en una eterna
adolescencia. La adolescencia del que, irresponsable, no mira hacia el futuro.
Y eso que el futuro que nos esperaba Edwards lo acababa de publicar en
Barcelona.
El delirio de persecución como
normalidad
Jorge Edwards llegó a La Habana con el
encargo de establecer las condiciones para reabrir la embajada chilena. No
corría a favor suyo el hecho de que tuviera el mismo apellido del último
embajador en La Habana “del Ancien Régime de Chile, Emilio
Edwards Bello, hermano de Joaquín y primo hermano de mi padre. Las acusaciones,
en buenas cuentas, se acumulaban, los síntomas delatores de una posición
política escandalosamente incorrecta. Mi condena había sido pronunciada antes de
que comenzara el proceso, antes de que los hechos culpables sucedieran”,
comenta el propio autor. Tampoco hay que obliterar hechos como, por ejemplo,
que otro Edwards sostenía contactos con Nixon y Kissinger en Washington, tal
como lo relata este último en su White House Years: “Para entonces
Nixon había asumido un papel personal. Había sido impulsado a actuar el 14 de
septiembre [de 1970] por Agustín Edwards, el editor de El Mercurio,
el periódico chileno más respetado, que había venido a Washington a advertir
cuáles serían las consecuencias de la toma de Allende”. Aunque en La Habana no
supieran cómo eran las relaciones entre los Edwards ni nada sobre estos
contactos de alto nivel, para la infinita paranoia castrista tales sospechas
bien podrían cargarse a cuenta.
Este libro es el relato de cómo la
sencilla tarea de abrir una embajada se fue transformando en otra cosa, otro
asunto que el autor no termina de dilucidar mientras lo vive y sobre el que
reflexiona largamente durante la escritura del libro. Por alguna esquiva y a la
vez nítida razón, cuyo descubrimiento queda frente a los ojos del lector, Jorge
Edwards no pudo conseguir su objetivo; antes bien, salió del país de Martí en
una especie de expulsión que marcaría las siguientes décadas de su carrera diplomática
y, cómo no, literaria. Pues lo que a la postre narró en este libro fue visto
por muchos como el producto de un delirio propio de un paranoico, y por eso es
famosa la frase que en 1974 Guillermo Cabrera Infante le escribiera en una
carta desde Londres: “Yo me he leído el libro de un tirón y he caído presa de
un ataque de paranoia aguda: ya casi se me había olvidado la técnica castrista
para curarla: no hay posible delirio de persecución allí donde la
persecución es un delirio”. No creo que haya ciudadano en el mundo que
hubiera padecido la “técnica castrista”, que es la técnica de todos los
tiranos, que no se sienta identificado con esta ingeniosa (pero también aguda)
expresión de Cabrera Infante. Las tiranías, asustadas siempre a causa de sus
propios crímenes, inoculan su delirio en aquellos que persiguen, hasta hacerlos
creer que son ellos los pobres delirantes. En Venezuela lo supo Rufino
Blanco-Fombona cuando la dictadura gomecista lo persiguió, incluso en su casa
de Madrid, saqueando sus papeles y documentos, por cierto, como le ocurrió a
Edwards.
Porque el tirano, que tanto habla, teme
siempre la palabra que lo señala.
Sin duda alguna, hay que estar muy sano
psíquicamente para soportar la presión que un Estado ahogado por el puño de una
sola persona puede ejercer sobre un ciudadano. ¿Cuántos han sucumbido al acoso
castrista en estas seis décadas? ¿Cuántos han sido los Arenas, los Padillas,
los balseros, que han caído indefensos en esa trilla maligna que es un Estado
que acosa y persigue y agobia y arrebata? ¿Cuántos otros han caído en el molino
de su propia tiranía? ¿Cuántos Cicerones, cuántos Mandelstam, cuántos Roth han
huido o han muerto o se han quitado la vida solo porque al tirano les estorbaba
su palabra? (Y en Venezuela no podemos, nunca, dejar de nombrar, aunque sea, a
uno de los más ignominiosos crímenes de la brutalidad canalla: ¿cuántos
Franklin Brito han de morir de hambre a causa del delirio de persecución de los
que someten a su país?). Puede que Persona non grata también
se deba leer como un salvavidas, tanto para el que lo escribió como para el que
tenga la suerte de leerlo antes de sucumbir.
Pero que la ficción no se pierda
Persona non grata es, también, el
testimonio de una celada, de una trampa que fue colocada antes de que el escritor/diplomático
llegara a la capital cubana y cuyo único objetivo era señalar su culpable
oposición a la revolución, aun sin que hubiera pruebas de ello. Lo que se
cuenta aquí se basa en “hechos reales”, como suele colocarse en las películas
biográficas al principio; eso no puede discutirse. Incluso el propio autor ha
dicho de su obra: “Este es un libro sobre la escritura, sobre los diarios
secretos y las palabras en arriesgada libertad, y sobre los escritores
extraviados en la diplomacia”. Y agrega: “Releo estas páginas y me parecen
lejanas, casi irreales, y a la vez extrañamente próximas”, comentario que
refleja el cariz autobiográfico de lo que se cuenta.
De hecho, en la edición de 1985
de Persona non grata hay un diálogo entre el autor y su viejo
amigo Pablo Neruda, quien lo aconseja con paternal afecto acerca de su estadía
en La Habana: “‘Tengo ganas de escribir un libro’, le dije a Pablo, ‘aunque
después no pueda publicarse. De otra manera no me podré liberar de la
obsesión’. ‘¡Escríbelo!’, dijo Pablo: ‘escríbelo sin omitir nada de lo que me
has contado. ¡Y no pienses en la publicación! Algún día encontrarás que se
puede publicar, y será un libro importante, un testimonio necesario’”.
Afortunadamente, Edwards hizo caso a medias al poeta: escribió el libro, pero
no lo dejó inédito, por repugnancia a la censura (“la otra experiencia esencial
que me llevó a escribir y publicar Persona non grata fue la de
la censura”); y porque, de otro modo, el libro quizá no habría adquirido la
importancia que tiene hoy en día, habría llegado “demasiado tarde”, y no a
“destiempo”, como dice el autor en la edición de 2015 de la obra: “llego a la
conclusión de que no me arrepiento de haberlo escrito, y de haberlo publicado
a su debido destiempo”. Tengo para mí que si me pidieran que
nombrara solo dos títulos del siglo XX latinoamericano de los que tuviera
certeza que trascenderán su tiempo, no lo dudaría un instante: Cien
años de soledad y Persona non grata.
Pero a pesar de todas las evidencias,
este libro es algo más que un testimonio.
De esto se dio cuenta el propio autor
ya desde un principio, y es categórico al señalar dónde ha de adscribirse la
obra: “Este no es un ensayo sobre Cuba, sino un texto literario, que puede
inscribirse dentro del género testimonial y autobiográfico. Está mucho más
cerca de la novela que de cualquier otra cosa, aun cuando no inventa nada, en
el sentido tradicional de la palabra inventar. Solo inventa un modo de
contar esta experiencia. Por eso, cuando Carlos Barral, su primer editor,
me pidió una frase que definiera el libro, le dije: ‘Una novela política sin
ficción’”.
Una novela que “solo inventa un modo de
contar esta experiencia”. No soy capaz de pensar en una mejor definición para
este libro y, por extensión, para cualquier texto literario de ficción. ¿Y no
es eso lo que hacen todas las novelas, de La marcha Radetzky a Doña
Bárbara, de El conde de Montecristo a Pedro Páramo? ¿No es
la literatura un modo de contar la experiencia, cualquier experiencia? ¿No se
aprende más sobre la Rusia de principios del siglo XIX leyendo Guerra y
paz que consultando un libraco de historia de entonces? ¿No nos
cuentan mejor Galdós y Balzac la vida en España y Francia que
los sesudos estudios de esas épocas? Quizá la “tranquilidad” que proporcionan
el dato y el documento sea la causa de que confiemos más en la historia que en
la ficción. Pero en el caso de Persona non grata el referente
se ha plantado ante nosotros, y no podemos más que rendirnos a la evidencia
testimonial, al impulso narrativo llevado por la concatenación de
acontecimientos reales. Pero también podría (puede) ocurrir que, pasados los
años, esta historia se desvanezca, se disuelva en innumerables recovecos y tan
solo quede la ficción: y entonces el mundo apenas recordará que Fidel Castro
fue un tirano caribeño que vivió en tiempos de Jorge Edwards.
Creo firmemente que, a la larga, la
ficción siempre es más útil pues, como señaló Arnold Toynbee (1) al referirse a
la escritura de la Historia, “con el tiempo resultará manifiestamente imposible
emplear cualquier técnica que no sea la de la ficción”, porque cuando el cúmulo
de documentos abarque varias centenas de miles de años, será literalmente
imposible establecer un modelo que no sea el de la representación poética. A la
“novela sin ficción” de Jorge Edwards le cabe con asombrosa precisión la función
creadora de ficciones que propone Bergson, pues esta también puede
definirse como “la capacidad de crear personas cuya historia nos contamos a
nosotros mismos” (2). Parece que el filósofo francés hubiera pensado en el
Edwards que crea su testimonio-novela-documento-ficción.
Pero Persona non grata también
hay que leerla como un tipo nuevo de libro: un libro original, a la
manera de las obras de arte chinas, tal como lo refiere el filósofo surcoreano
Byung-Chul Han. Según él, “el Lejano Oriente no conoce ninguna dimensión
predeconstructiva como la del original, el origen o la identidad. En realidad,
el pensamiento del Lejano Oriente comienza con la
deconstrucción. (…) la figura fundamental del pensamiento chino no es el ser
uniforme y único, sino el proceso poliforme y heterogéneo. (…) La propia obra
está en transformación constante, sometida a una transcripción incesante. Esta
no descansa en sí misma. Más bien fluye. (…) Cuanto más famosa es una obra, más
inscripciones muestra. Se presenta como un palimpsesto” (3).
Observada desde esta perspectiva, Persona
non grata ofrece una forma novedosa y, sobre todo, enriquecedora.
Quienquiera que lea este texto, este ejemplar que ha sido impreso en Venezuela
con sus particulares características, y desee conocer de manera (más) profunda
el significado último del libro, se verá obligado a rastrear las ediciones
anteriores, que contienen pistas, datos y desemejanzas que lo completan. Da la
impresión de que el autor, a cada nueva edición, ha decidido aportar un nuevo
detalle que esclarece o amplía (o ajusta) la lectura. Como las
obras “originales” chinas que se transforman a medida que cambian de manos,
esta “novela política sin ficción” parece tener la voluntad de ser un nuevo dispositivo con
cada nueva edición. Todos los libros, el libro, parece decirnos desde sus
páginas, desde el laberinto que quiere descifrar la paranoica persecución de
los servicios de espionaje cubanos.
*
Pero hay un detalle adicional que puede
inclinarnos a pensar que se trata de un texto más emparentado con la novela que
con la biografía o la memoria: el tiempo en que transcurre parece ser, él
mismo, un tiempo de enloquecida fábula. Cuando Edwards relata su primer
encuentro con Fidel Castro, presenciamos una escena digna de la más
calenturienta imaginación orwelliana: “El culto de la personalidad, que
representaba los pies de barro del estalinismo, se repetía en la China de Mao
en el periodo siniestro de la Revolución Cultural y del Pequeño Libro Rojo, y
llegaba a las costas caribeñas con toda su fuerza. El episodio de mi primera
visita a las oficinas del diario Granma y del primer encuentro
con Fidel Castro, el Comandante en Jefe, era una prueba sorprendente y
contundente. El Comandante, inclinado sobre una mesa, elegía con minuciosa
atención, dándose todo el tiempo necesario, la fotografía suya de la portada de
la edición de la mañana siguiente, y el diario, retrasado por esa elección,
salía a primera hora de la tarde. Al fin y al cabo, la Revolución y su
Comandante eran una sola y la misma cosa”. Parece ser que Castro siempre supo
muy bien que lo que dijeran los mass media era más verdadero
que la propia realidad. (Si sale en la televisión, es verdad, que diría
la estudiosa venezolana Celeste Olalquiaga). Ya conocía el Comandante las
delicias de la posverdad.
Ante episodios como este –o como la
emocionante y muy tensa “escena final” en la que Edwards se entrevista
largamente y de madrugada con el Comandante antes de abandonar definitivamente
la isla: si por algo vale la pena acercarse a este texto es por ese fragmento–,
no cabe otro juicio: en un país que vive sumergido en la ficción, no hay otra
posibilidad que escribir en modo de ficción como testimonio.
No es que el libro de Edwards refleje sus delirios, o los delirios de sus
perseguidores: es que toda la isla es un solo delirio de falsedades y mentiras
creídas por la sola fuerza de la voluntad. De la voluntad del caudillo.
Al leer estas páginas se comprende
mejor el paulatino, lento pero tenaz desencanto que llevó de los fervorosos
vítores a los barbudos de 1959 al actual estado de postración de un país que al
final no se merecía seis décadas de embustes y represión y que ahora se ve
obligado a negociar otra vez con sus antiguos enemigos: el “imperio”
estadounidense. Como el triste legado que deja el gran Burundún Burundá en la
novela de Jorge Zalamea –palabras, palabras y más palabras–, la herencia
definitiva del castrismo son las toneladas de mentiras impresas, minuciosamente
escogidas para mantener a un puñado de mediocres en el poder.
Recuerdos del futuro
“Tú no has escrito nada que nosotros no
supiéramos de antemano. Te has limitado a mostrar, como en la fábula, que el
rey andaba desnudo”. Cuando le dijeron esto, los amigos polacos también agregaron
que querrían publicar su libro en Polonia, pero “sin los párrafos subjetivos”.
La reacción del autor fue inmediata: su libro, todo, “desde la primera línea
hasta la última, es subjetividad pura, deliberada y descarada subjetividad”. No
de otra forma se escribe una novela; no de otra manera se escriben unas
memorias; no de otra manera ha de describirse el mundo: inventando un
modo de contar esta experiencia. En todo caso, allí queda el texto,
original, palimpsesto que cambia con cada edición y con cada lectura; que sigue
el curso del tiempo y ve cómo el devenir de los acontecimientos va dándole la
razón.
Que por vez primera aparezca en
Venezuela en 2017, casi nueve lustros después de aparecer su primera edición,
renueva la noción que impulsó a su autor a publicarla en origen: en
Venezuela, Persona non grata ha salido “a su debido
destiempo”.
Como alumno de Letras, deploro no haber
estudiado este libro en la carrera, pero me alegro de que haya llegado a mis
manos en edad más madura; celebro con entusiasmo el hecho de que las nuevas
generaciones de venezolanos podrán acercarse a sus páginas con otros ojos y
otras experiencias: estas páginas les hablarán del día a día de hambre y
desazón al que Venezuela ha sido condenada, de la censura, del atropello y de
la torpeza en las decisiones: son otros los comandantes y otros los delirios;
pero desde luego se trata de la misma historia de siempre. Lamentablemente, los
venezolanos no escuchamos las voces que, en 1998, nos advertían de los peligros
de dejar en manos de un caudillo enloquecido los destinos de la patria;
decíamos que Venezuela no era Cuba (y ahora el mundo tiembla
cuando escucha a los estadounidenses decir “es que Estados Unidos no es…”).
Lección mayúscula: Nunca se deja de ser el otro.
Al propio Edwards le advirtieron en La
Habana sobre las consecuencias de que Chile siguiera el modelo castrista:
“Todos en La Habana, en un momento determinado, en voz baja, me preguntaban si
en Chile íbamos a llegar a lo mismo. El embajador de Yugoslavia, en mi balcón
del Habana Riviera, hacía conjeturas a este respecto, ¿Salvador Allende se dará
cuenta de estas cosas, o será sectario?, y José Lezama Lima, desde un sillón
arzobispal, gozando de un puro de embajada extranjera, después de saber que me
había enterado de lo que pasaba en su país, se inclinaba y me susurraba al
oído: Espero que ustedes en Chile sean más prudentes”.
No sé si fueron más prudentes o los
chilenos tuvieron otro tipo de mala suerte. Sé que si se
hubieran mirado en el espejo de este libro, quizá habrían actuado de muy
distinta manera. Y ojalá que los libros como este no dejen de llegar “a su
debido destiempo”, al menos para que sepamos que la literatura, siempre,
recobra el pasado, explica el presente y anuncia el mismo futuro: que, todavía,
el rey está (muy) desnudo.
Madrid, enero de 2017.
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Notas
(1)
Sigo la lectura de Curtius en Literatura europea y Edad Media latina (1948).
(2)
Lo cita Curtius.
(3)
En Shanzhai. El arte de la falsificación y de la deconstrucción en
China (2011).
Por JUAN CARLOS CHIRINOS
12 DE AGOSTO DE 2018 01:00 AM
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