De las crisis coyunturales a las
crisis estructurales
La universidad a debate a
propósito de los 100 años de Córdoba
Dr. Tulio Ramírez
Universidad Central de Venezuela
Universidad Católica Andrés Bello
1918 es un año emblemático para la universidad latinoamericana. Ese
año, en Córdoba, Argentina, un puñado de estudiantes se propuso transformar la
universidad decimonónica y creyente para convertirla en una de carácter
democrático y científico. El Manifiesto
Liminar de la Federación Universitaria de Córdoba, mejor conocido como El
Grito de Córdoba, resquebrajó los cimientos de la universidad del siglo XIX y
sentó las bases para el surgimiento en la región de la universidad moderna y
librepensadora. Ese grito hizo muy pronto eco en el resto de América Latina.
Cien años después, las paredes universitarias reproducen las consignas que
surgieron en Córdoba. El de “La universidad está en crisis y hay que
cambiarla”, quizás sea la más reproducida. Hoy intentaré reflexionar sobre esta
consigna porque considero que su abusivo uso le ha quitado la fuerza que se le
imprimió hace exactamente 100 años allá en tierras australes.
Cuando se discute sobre la dinámica universitaria, es muy común que se
utilice como primer elemento de diagnostico, la expresión “crisis”. Si damos
una vista panorámica a las universidades de nuestro continente, deberíamos
concluir que la crisis en estas casas de estudio, sobre todo las de corte
pública, se ha mantenido desde casi el comienzo de los tiempos.
La mayoría de las veces se utiliza la palabra
CRISIS para caracterizar cualquier situación administrativamente irregular,
organizacionalmente anómala o simplemente ineficiencias puntuales que, con
algunos recursos extras o con mayor eficiencia en la gestión, se podrían
fácilmente subsanar.
Si bien es cierto que no todo problema supone una crisis, aunque es de perogrullo
que toda crisis supone un problema, no es menos cierto que se ha anclado el término en
el discurso de los universitarios de América Latina. Cuando se ha tratado de
calificar cualquier situación disruptiva que altera la cotidianidad de la
universidad, se ha recurrido al término CRISIS asociándolo siempre a la
necesidad de cambios profundos en la universidad.
Así, se ha utilizado y se sigue utilizando este término
como bandera para plantearse la necesidad de realizar cambios tendientes a
estremecer los cimientos que han soportado durante cientos de años la
arquitectura de estas casas de estudio.
Ahora bien este discurso apocalíptico por lo general
termina apuntando hacia aspectos mucho más trascendentes que las causas que generan
la “supuesta crisis”. Así una situación de descontento derivada por un cierre
temporal del comedor universitario debido a la falta de presupuesto, puede
derivar en movimientos que exigen la inmediata renovación de las estructuras
académicas de la universidad. Al final, se impone un discurso que coloca en la
discusión aspectos sustantivos de la vida académica, pero generado por asuntos
reivindicativos puntuales.
Esto no quiere decir que esas situaciones que cada
cierto tiempo estremecen la tranquilidad de la universidad, no deba ameritar la
atención de la comunidad universitaria, por el contrario estos aspectos que
obstaculizan el buen funcionamiento de la institución, deberían estar de manera
permanente en la mesa de discusión. Pero ese no es el asunto que nos convoca a
este escenario de reflexión. Nuestra preocupación gira en torno al punto de
partida, no al punto de llegada, es decir, en torno al contexto que ha servido
con mucha frecuencia de detonante para debatir sobre la universidad, su
naturaleza, misión y necesidad de reacomodo a los tiempos de la globalización,
la sociedad del conocimiento, la superación de las disciplinas y las nuevas
maneras de acceder a sus aulas desde cualquier parte del globo terráqueo a
través de las nuevas tecnologías.
Cuando aludimos al punto de partida, apuntamos hacia
aquéllas situaciones problemáticas que son muy comunes en las universidades autónomas
como organizaciones complejas. Nos referimos a universidades cuyas autoridades
son electas por el Claustro y no impuestas por el gobierno de turno, con
estructuras de gobierno y cogobierno con importante participación estudiantil,
que dependen del presupuesto público y con esquemas tradicionales o casi
medievales de organización académica.
En las instituciones con estas características es muy
común la existencia de un permanente ambiente de beligerancia, de discusión
interna y de pensamiento crítico que se ha traducido, en casi todos los países,
a lo externo, en relaciones de permanente tensión con las autoridades
nacionales; y, a lo interno, en una continuada confrontación de ideas que buscan
enriquecer currículos académicos cuyos contenidos generalmente se encuentran
desfasados de los conocimientos punta en cada una de las disciplinas. Este es,
palabras más palabras menos, el panorama de las grandes universidades públicas
y autónomas en América Latina.
En estos
ambientes donde fecundan las ideas transformadoras y de permanente crítica al establishment externo e interno, es muy
proclive que se tienda a ver una “crisis de existencia de la universidad”, allí
donde solo hay problemas de deficiente gestión, de erráticas políticas institucionales,
de inercia curricular o de insuficiencias presupuestarias. Como apuntábamos más arriba,
muchas de estas dificultades académico-administrativas suelen derivar en
cuestionamientos a las bases mismas de la institución, que luego se disipan en el
tiempo, una vez superados los problemas coyunturales de funcionamiento que
sirvieron para levantar las banderas del “necesario repensamiento de la
universidad”.
Así entonces, resuelto el punto de partida de la
supuesta crisis, se aleja y difumina lo que se pretendió como punto de llegada,
es decir la transformación profunda de la universidad.
La historia ha enseñado que para reiniciar otro ciclo
de discusiones trascendentales sobre el futuro de una institución, habrá que esperar
a que se presenten nuevas situaciones como el cierre del comedor para los
estudiantes, los retardos en el envío de la correspondencia, el colapso de los
estacionamientos, de los o la impuntualidad en el pago de la Beca. Siguiendo el
guión aquí expuesto, la universidad vivirá una nueva crisis existencial en la
medida en que afloren los problemas cotidianos que aquejan a toda institución
en cualquier parte del mundo.
Lo anterior puede sonar algo cínico o exagerado, pero
consideramos necesario llamar la atención sobre esto. Es perentorio diferenciar
a las crisis coyunturales que devienen cada cierto tiempo en todas las
instituciones, con independencia de la actividad que desarrollen, de las crisis
estructurales que si ponen en entredicho la naturaleza y razón de ser de las
mismas.
Las crisis
coyunturales tienden a ser temporales, no ponen en peligro la sobrevivencia de
la institución y mucho menos su naturaleza, y tienden a superarse una vez que
se superen total o parcialmente las causas que las provocan.
Las crisis
estructurales, por el contrario, son sistémicas, es decir, hacen metástasis
silenciosa en el entramado institucional y producen la pérdida de eficacia de
la institución o la desnaturalización de su razón de existir. En estos casos, la
institución termina perdiendo el rumbo que se trazó como misión.
Ahora bien, es cierto que los problemas que entorpecen
el buen funcionamiento de la universidad pueden generar crisis coyunturales que
se superarán una vez superados o minimizadas las causas que los ocasionan. Es
muy común que en nuestras más altas casas de estudio se organicen protestas,
huelgas de brazos caídos y hasta paros indefinidos por el agravamiento de los
problemas o por la negligencia de las autoridades en proceder a su solución
definitiva o parcial. Pero estas situaciones, por muy prolongadas o críticas
que sean, no pueden ser el justificativo para alertar sobre “una profunda crisis
de la universidad que amerita una transformación de sus bases y fundamentos”. Son
consignas estridentes y exageradas que en el mayor de los casos, buscan crear
ambientes de resistencia contra los grupos de poder que transitoriamente están
al frente de la universidad. Son
estrategias válidas de la lucha política universitaria, pero que no llegan a
tocar las grietas y fisuras que desdibujan o desdibujarían, la estructura de la
universidad librepensadora y autónoma.
Según Morín (1976) las crisis sistémicas o
estructurales son aquéllas que suponen la desregulación de los elementos
definitorios y sustantivos del sistema. Vale decir, aquellos que ponen en
peligro su existencia, bien destruyéndolo o bien convirtiéndolo en algo
totalmente diferente a su naturaleza originaria.
Es cierto que pueden
coexistir en nuestras universidades problemas puntuales, o conjunto de
problemas que generen situaciones de crisis coyunturales con situaciones
generadoras de crisis estructurales. Estas últimas, no suelen ser tan evidentes
como las primeras, pero son mucho más peligrosas.
En esa misma
lógica, puede haber universidades con crisis coyunturales periódicas sin que
presenten síntomas que revelen alguna crisis de carácter estructural. Y esto es
posible porque si bien en determinados momentos algún elemento del sistema sufre
alteraciones, el resto de los elementos permanecen inalterables e inclusive
pueden regular el elemento anómalo hasta ajustarlo de manera armónica a la
totalidad del sistema. Un ejemplo de esto último se presenta cuando en una
situación de elevada tensión por el alto índice de repitientes en una
asignatura, la cátedra interviene para evaluar lo que está pasando y hacer los
correctivos necesarios; o cuando se presentan situaciones conflictivas por el
cierre de algún servicio estudiantil debido a la falta de presupuesto, las
autoridades intervienen aportando los recursos necesarios o diligenciándolos
como créditos adicionales ante los organismos competentes.
Evidentemente que hay que atender a ambos tipos de
crisis, pero con la conciencia de que tienen efectos diferentes. Por supuesto, es pertinente advertir que las crisis
coyunturales cuando se convierten en permanentes, pueden socavar a la
institución al entrabarle el cabal cumplimiento de sus objetivos. Es por
ello que hay que evitar que se anclen y se asimilen como elementos naturales de
la dinámica institucional. Nos referimos a aquellas anomalías que por efectos
del tiempo comienzan a asumirse como parte de la cotidianidad institucional. Asomaremos
varios ejemplos de prácticas que se implementaron en un momento dado debido a
una coyuntura particular y transitoria y que luego se asumieron como “prácticas
institucionalizadas” o “derechos adquiridos”: es el caso de la sustitución de las prácticas de campo por
la explicación de las clases a través de láminas debido a la falta de
transporte; o los reiterados índices de inasistencias por parte de los
profesores; o la reducción del horario nocturno por la inseguridad de la zona;
o que no se exija a los profesores las investigaciones y los grados académicos para
ascender en el escalafón universitario; o la disminución de los programas de
bienestar estudiantil por los recortes presupuestarios. Si estas
irregularidades se “anclan” como prácticas reiteradas aún cuando se resuelvan
las situaciones que las provocan, irá disminuyendo la calidad del servicio
educativo que se presta, por lo que a su vez disminuiría la vocación por el
cuido de la calidad académica, cuestión consustancial al ethos de las universidades. Estas situaciones podrían devenir con
el tiempo en una crisis estructural.
Pero pongamos énfasis en aquellas situaciones que
podrían definirse como la evidencia de una crisis estructural o sistémica en
las universidades.
Referíamos, parafraseando a Edgar Morín, que este tipo
de crisis se presenta cuando se advierten situaciones que distorsionan el
funcionamiento de algunos de los elementos que conforman el sistema,
obstaculizando el funcionamiento armónico del todo. En estos casos no operan los mecanismos de autorregulación porque el elemento
anómalo adquirió una identidad diferente y contraria a la asignada
originalmente desvirtuando la función que se le asignó en su creación.
Veamos un ejemplo: Una universidad autónoma fundamenta
su práctica académica en la libertad de cátedra, razón por la cual tiene
potestad para diseñar sus programas de estudio, sus mecanismos de evaluación,
sus procedimientos para la contratación de profesores, los mecanismos para
seleccionar a los estudiantes entre otras atribuciones. Si por el
intervencionismo de las autoridades educativas gubernamentales estas funciones
comienzan a ser llevadas a cabo o dirigidas o con pautas elaboradas por entes
extraños a la universidad, indudablemente que queda en entredicho la autonomía,
pero peor aún si la comunidad universitaria asume esta interferencia sin
protesto y como algo natural “a lo que no tiene sentido oponerse”. En este caso
la universidad delega de hecho a entes extraños a la institución, lo que por
autonomía le corresponde hacer.
Si esta delegación permanece en el tiempo sin
resistencias o con claro colaboracionismo interno, se resentiría uno de los
elementos fúndanles del sistema. Se asumiría como natural este
intervencionismo, distorsionando buena parte de las funciones que debe cumplir
una universidad, haciéndose ilusorio el reconocimiento legal de su carácter
autónomo.
Pero no solo en lo estrictamente académico puede
alterarse el principio autonómico de estas casas de estudio. En lo financiero, una
cada vez mayor restricción para decidir cómo distribuir su presupuesto, porque
tal distribución ya viene determinada por el ente financiador, es otra de las
circunstancias que hacen letra muerta la autonomía financiera.
Hasta ahora hemos colocado el acento en el
intervencionismo de gobiernos irrespetuosos de la autonomía conferida por Ley o
por norma constitucional a las universidades. Pero el peligro de la desnaturalización de las universidades no
deviene solamente de estas políticas antiautonómicas. También la propia
comunidad universitaria puede contribuir a crear estas distorsiones.
Cuando una universidad pierde su impulso en áreas como
la investigación, no precisamente debido a un escaso presupuesto, lo cual sería
comprensible, sino por la instauración de la cultura del menor esfuerzo debido
a la ausencia de evaluaciones o sanciones, se pasará a mediano plazo de ser una
universidad que cumple las funciones propias de una institución de esa
naturaleza a una institución fundamentalmente dadora de clases, que se preocupa
solo por echar profesionales a la calle. Dejan de ser universidades para
convertirse en fábricas de titulados. Indudablemente que este destino es
producto de una crisis estructural que los propios agentes internos
consolidaron en el tiempo.
La gran conclusión es que los conflictos generados por
crisis coyunturales solucionables con relativa facilidad, si bien deben ser atendidos
oportunamente, no deben distraer la atención sobre aquéllos problemas que conducirían
a la generación a corto o mediano plazo de crisis estructurales que con el
tiempo podrían poner en peligro la existencia misma de la universidad.
No tanto nos referimos a la posibilidad de
desaparecerla como institución, sino a la posibilidad de desnaturalizarla en
sus funciones esenciales, hasta convertirla en solo un remedo de lo que era
originalmente.
Lo lamentable es que en no pocas oportunidades los
culpables de estas crisis no son factores externos a las universidades, sino los
mismos universitarios por su pasividad e indiferencia. Cuando esto sucede los
enemigos de la universidad autónoma se ponen de plácemes porque alguien adentro
les ahorra el trabajo.
A 100 años de
Córdoba la universidad debe continuar defendiéndose de los factores externos e
internos que la quieren retrotraer al más absoluto y absolutista obscurantismo
Muchas gracias!!!!
Tulio Ramírez. Sociólogo (UCV), Abogado
(UCV), Magister Scientiarum en Formación de Recursos Humanos (UCAB), Doctor en
Filosofía y Ciencias de la Educación (UNED-España), Postdoctor en Filosofía y
Ciencias de la Educación (UCV). Profesor Titular de la Universidad Central de
Venezuela (UCV) y la UPEL. Ex Coordinador del Doctorado en Educación de la UCV
y actual Director del Doctorado en Educación de la UCAB. Ex coordinador del
Postdoctorado en Filosofía y Ciencias de la Educación de la UCV y actual Coordinador del Postdoctorado en Ciencias y Filosofía
de la Educación de la UCAB. Investigador Asociado del Centro de Investigaciones
Humanísticas de la UCAB Gerente de Desarrollo Docente y Estudiantil del
Vicerrectorado Académico de la UCV. Presidente de la Asociación Civil Asamblea
de Educación. Autor de 9 libros y coautor de 16 libros sobre Sociología de la
Educación, Metodología de la Investigación, la Profesión Docente en Venezuela,
Análisis de Textos Escolares y Epistemología. Más de 50 artículos publicados en
revistas indizadas nacionales e internacionales. Columnista del Diario Tal
Cual. Programa de Estimulo al Investigador: Categoría C.
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