Sobre el discurso del Papa Francisco a la Curia el
22-12-2014
Cuando mi hija Alejandra comenzó a
enfrentarse a los abismos infinitos que la religión católica pretende resolver
a través de sus dogmas, la vi tan seriamente angustiada que le pedí ayuda al
padre Rafael Baquedano. Una tarde lo fui a buscar a la Universidad Católica y,
una hora después, Baquedano estaba sentado con Alejandra en el balcón de
nuestro apartamento.
Al día siguiente me atreví a
preguntarle a Alejandra cómo había estado la conversación.
—Nos reímos mucho mientras le iba
contando— me contestó, lo que ya era un buen presagio—; al final se quedó muy
pensativo y me dijo como si yo fuera su confesora: “¡Qué casualidad! Son las mismas
dudas que yo tengo”.
El sentir que no estaba sola en el
mundo la ayudó mucho a ordenar sus preguntas, a darles un sentido y un
propósito, a compartirlas con los demás. Quiero creer que algo así debe ser la
venerada “Comunión de los santos”.
Años
después apareció un segundo eslabón que le daría continuidad y sustento a esta
historia. En su libro, El Dios a la intemperie, Armando Rojas Guardia nos revela
una de las razones, o desconsuelos, que lo haría partir hacia una búsqueda
mística, es decir, incesante:
“Me asquea el mundillo religioso, la
vocinglería estadística, en cuanto reviste (incluso engalana) de facilidad el
vacío. Siempre me repugnó la máquina doctrinal que tiene todas las respuestas
posibles a todas las posibles preguntas. Uno introduce la pregunta, y al
instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende
calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de
las regiones postreras —y tantas veces atroces— de la conciencia”.
Para Rojas Guardia, ese mecanismo
infalible y automático va generando una muerte del espíritu a través de “un
ambiente cuyo suelo arde de cuestiones pospuestas, permanentemente
insatisfechas”. Quién ha conocido esa misma insatisfacción siente que la
búsqueda puede ser más promisoria que el encuentro, y más ajustada a las
fehacientes necesidades del alma.
Asomarse con dignidad al “barranco
solemne” es un reto que requiere mucha oración.
Hoy
llega a mis manos un artículo que puede ser un tercer eslabón en la doméstica
epifanía que se dio una tarde en el balcón de mi casa. Se trata del artículo “Quién es
el Papa”, de Eamon Duffy, publicado en The New York Review of Books. Duffy parte del discurso que el Papa Francisco
leyó en el tradicional encuentro de fin de año con la Curia Romana, en diciembre del 2014, y luego nos
explica que para el actual Papa (según algunos demasiado “actual”), los mejores
líderes religiosos son aquellos que dejan suficiente lugar a las dudas; en
cambio el mal líder es “excesivamente normativo debido a un exceso de confianza
en sí mismo”. Del mismo razonamiento se desprende que el sacerdote que
desconoce la toma de decisiones de su pueblo no es un buen sacerdote, es un
buen dictador. Continúa Duffy:
“Bergoglio ha llegado a decir que el
hecho mismo de que alguien piense que tiene todas las respuestas ‘es la prueba
de que Dios no está con él’. Los que buscan siempre ‘soluciones disciplinarias,
en realidad están buscando una exagerada seguridad doctrinal’. De igual manera,
‘quienes tratan obstinadamente de recuperar un pasado que ya no existe’ tienen
‘una visión estática de las cosas’, y han convertido a la fe en ideología.
Según esto, la experiencia del fracaso es la mejor escuela de liderazgo.
Bergoglio ha declarado incluso sentirse atraído por ‘la teología del fracaso’ y
por un estilo de autoridad que ha aprendido, gracias al fracaso, a consultar
con otros, así como el arte de ‘viajar con paciencia'”.
Gracias al estímulo de Duffy, decidí,
por primera vez en mi vida, leer uno de los discursos de fin de año a la Curia.
En el de diciembre del 2014, el Papa Francisco desarrolla lo que él mismo llama
el “Catálogo de los males”, un listado que era clásico entre los llamados
“Padres del desierto”, aquellos monjes, eremitas y anacoretas que abandonaron
las ciudades del Imperio romano para ir a vivir en las soledades de los
desiertos de Siria y Egipto.
Más que un ensayo, aquí me he
planteado la presentación de este catálogo. Yo sostenía que la religión
católica debe ser la verdadera, pues en más de dos mil años los curas no han
podido acabar con ella; y ahora resulta que ando en labores evangelistas.
Espero no convertirme en un iluso fanático o un patético desengañado, pero es
que me han conmovido profundamente los 15 puntos que el Papa Francisco presentó
a las autoridades de la Iglesia como punto de partida para examinarse tanto
individual como colectivamente.
Al leer estas palabras uno puede
cambiar la palabra “Curia” por los términos “País”, “Gobierno”, “Alcaldía”,
“Asamblea Nacional”, “empresa”, incluso “familia” o “matrimonio”, como cuando
leemos que “la Curia está llamada a mejorarse siempre y a crecer en comunión,
santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión”.
Podemos también referir estas
reflexiones a nuestro propio “cuerpo”, pues el Papa habla específicamente de
cómo el cuerpo humano está expuesto al mal funcionamiento y a la enfermedad, y
nos invita a analizar estas enfermedades y tentaciones que debilitan nuestra
capacidad de servicio. Esta introspección, añade el Papa, “nos ayudará a
prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, lo que será un gran paso para
que todos nosotros nos preparemos para la Navidad”.
Durante la lectura y resumen de estos
15 puntos, varias veces me sentí tentado a utilizar estas reflexiones para
criticar las acciones y actitudes del Gobierno que adverso, pero este espíritu
de ver hacia fuera y no hacia dentro me pareció mezquino y alejado del espíritu
y las intenciones del hombre que los escribió. Invito a todos los venezolanos a
leer estas líneas y compartirlas con los amigos, con la familia, con la pareja
y, sobre todo, con nuestra propia soledad.
Uno de los posibles orígenes de la
palabra “religión” es “relegere”. Quizás sea la etimología más pagana, pues la
propone Cicerón. Significa realizar una relectura cada vez más profunda,
comprometida y, una vez más, incesante. Este catálogo nos ofrece una buena
oportunidad de ser religiosos.
El mal de sentirse “inmortal”, “inmune”, e incluso “indispensable”, descuidando los
controles necesarios y normales. Una Curia que no se autocrítica, que no se
actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a
los cementerios podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna
de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal
del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente, y también de
aquellos que se convierten en amos, y se sienten superiores a todos, y no al
servicio de todos. Esta enfermedad se deriva a menudo de la patología del
poder, del “complejo de elegidos”, del narcisismo que mira apasionadamente la
propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros,
especialmente de los más débiles y necesitados.
El mal de “martalismo” (que viene de la hacendosa Marta,
hermana de María y de Lázaro), de la excesiva laboriosidad, es decir, el de
aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, “la mejor
parte”: el estar sentados a los pies de Jesús. Por eso, Jesús llamó a sus
discípulos a “descansar un poco”, porque descuidar el necesario descanso conduce
al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su
misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún
tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga
espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: “Todo tiene
su tiempo, cada cosa su momento”.
El mal de la “petrificación” mental y espiritual, es decir, el de aquellos que tienen
un corazón de piedra y son “duros de cerviz”; de los que, a lo largo del
camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden
detrás de los papeles, convirtiéndose en “máquinas de legajos”, en vez de en
“hombres de Dios”.
Es peligroso perder la sensibilidad
humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con
quienes se alegran.
El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo
minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan
efectivamente, se convierte en un contable o gestor. Es necesario preparar todo
bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la
libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que
todos los planes humanos. Se cae en esta enfermedad porque siempre es más fácil
y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En
realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no
pretende regularlo ni domesticarlo… –¡domesticar al espíritu Santo!–, él es
frescura, fantasía, novedad.
El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden la
comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su
templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus
miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como
cuando el pie dice al brazo: “No te necesito”, o la mano a la cabeza: “Yo soy
la que mando”, causando así malestar y escándalo.
La enfermedad del “Alzheimer espiritual”, es decir, el olvido de la “historia
de la salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor”. Es
una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de
tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por
lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo
un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo
vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los
que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías;
en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más
esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.
El mal de la rivalidad y la vanagloria. Es cuando la apariencia, el color
de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo principal
de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: “No obréis por vanidad ni por
ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No os
encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”. Es
la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso
“misticismo” y un falso “quietismo”. El mismo san Pablo los define “enemigos de
la cruz de Cristo”, porque su gloria “está en su vergüenza; y no piensan más
que en las cosas de la tierra”.
El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una
doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo
vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una
enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se
limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad,
con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de
lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida
oculta y con frecuencia disoluta.
El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya
he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que
tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la
persona hasta convertirla en “sembradora de cizaña” (como Satanás), y muchas
veces en “homicida a sangre fría” de la fama de sus propios colegas y hermanos.
Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar
directamente, hablan a sus espaldas.
El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores,
esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo,
honran a las personas y no a Dios. Son personas que viven el servicio pensando
sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos,
infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal. Este mal también puede
afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir
su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una
auténtica complicidad.
El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno piensa sólo en
sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el
más experto no pone su saber al servicio de los colegas con menos experiencia.
Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de
compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o pillería, se
alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo.
El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y sombrías, que creen
que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y
tratar a los otros –especialmente a los que considera inferiores– con rigidez,
dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril
son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El apóstol debe
esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que
transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz
que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a
simple vista.
El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío
existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino
sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con
nosotros, porque “el sudario no tiene bolsillos”, y todos nuestros tesoros
terrenos –aunque sean regalos– nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán
cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: “Tú
dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que
eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo… Sé, pues,
ferviente y arrepiéntete”. La acumulación solamente hace más pesado el camino y
lo frena inexorablemente.
El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la
pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta
enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo
esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía
del Cuerpo y causa tantos males –escándalos– especialmente a nuestros hermanos
más pequeños.
Y
el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su
servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o
más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente
multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y
desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas.
Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros.
También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas
a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con
frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia!
En el cierre de su alocución el Papa
nos recuerda, nos advierte, nos invita a comprender, que “la curación es
también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal
y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la
cura”. El reconocer que el país está gravemente enfermo comienza con la
revisión de nuestro propio cuerpo, un organismo cuyos límites el dolor hace
precisos, el placer amplifica y el amor desvanece. Si utilizamos el Catálogo de
Males solo para señalar al contrario habremos perdido la sagrada oportunidad de
reconciliación que nuestro país merece.
Tanto está muriendo pudiendo nacer.
Federico Vegas
18 de febrero, 2015
‘Pope Francis’, por James Ferguson. Esta ilustración apareció publicado originalmente en la portada de The New York Review of Books del 19 de febrero de 2015.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario