América Latina se encuentra en una situación
particular: finalmente reina la paz en todas partes y, sin embargo, el
subcontinente experimenta el movimiento de migrantes más grande de todos los
tiempos. El gran problema es que la región todavía no ha encontrado una manera
de lidiar con el aumento de las tasas migratorias. Para colmo, el contexto
político no favorece las alternativas racionales.
América
Latina se encuentra en una situación particular: finalmente reina la paz en
todas partes y, sin embargo, el subcontinente experimenta el movimiento de
migrantes más grande de todos los tiempos. Los sudamericanos no saben cómo
lidiar con el flujo de inmigrantes de una Venezuela económicamente colapsada y
han declarado la emergencia humanitaria. Por su parte, el presidente socialista
Nicolás Maduro habla de una conspiración en contra de su país, de migrantes por
propia elección y de un show hollywoodense. Sin embargo, debido a la escasez
del papel especial necesario, ni siquiera está en condiciones de poder emitir
pasaportes para todos los ciudadanos que desean irse del país. Los recursos
disponibles están íntegramente asignados a la impresión del Carnet de la
Patria, una suerte de tarjeta de racionamiento de alimentos y combustible, que
vuelve a quienes permanecieron en el país aún más dependientes de un Estado
incompetente. Quien pese a todo desee un pasaporte, debe sobornar a la corrupta
administración; el precio, según dicen, ronda los 1.000 dólares
estadounidenses.
Mientras
tanto, en Centroamérica, Costa Rica no da abasto para acoger a los
nicaragüenses que huyen de su país tras haber protestado contra el presidente
socialista Daniel Ortega y que son en consecuencia perseguidos, incluso más
allá de las fronteras. Recientemente Ortega le pidió al país receptor que
entregara al menos una lista con los nombres de los migrantes, pero Costa Rica
se negó de inmediato. No obstante, el flujo de inmigrantes se está tornando
problemático para esta estable y democrática nación centroamericana: en agosto,
varios cientos de manifestantes quemaron una bandera de Nicaragua y atacaron a
supuestos nicaragüenses. Debido a que tanto Maduro como Ortega se autodenominan
«socialistas bolivarianos del siglo XXI», la revista liberal británica The
Economist habla de una «ola bolivariana de migrantes». Según
diferentes estimaciones oficiales, entre dos y tres millones de venezolanos han
abandonado su país; de Nicaragua, de acuerdo con informes periodísticos,
huyeron 24.000.
Sin
embargo, no solo la crisis del socialismo tropical autoritario impulsa la
migración. Los Estados fallidos centroamericanos sufren también desde hace
tiempo por la corrupción, la guerra contra el narcotráfico y la mala gestión de
gobierno, por lo que sus ciudadanos buscan escapar. El crimen organizado ha
creado en muchos sitios un Estado paralelo, cuya arbitrariedad y violencia
brutal han empujado desde hace décadas a la huida a cientos de miles, sobre
todo hacia Estados Unidos. Para los gobiernos centroamericanos, la emigración
significó una bienvenida descompresión, que debilitó la presión interna en
favor de reformas. Asimismo, las remesas que enviaban los migrantes a sus
familias se transformaron en una suerte de compensación frente a la falta de
reformas sociales y jurídico-estatales y se trasladaron a través de los
nuevos shopping malls a los bolsillos de la elite adinerada.
Pero
esto no debe seguir sucediendo, de acuerdo con el presidente estadounidense
Donald Trump. No obstante, la solución que propone es contraproducente:
mientras que su precedecesor Barack Obama fortaleció el Estado de derecho en
Centroamérica y apoyó las comisiones internacionales para la lucha contra la
corrupción en Guatemala, Honduras y El Salvador, Trump apuesta por construir un
muro, fortalece la cooperación militar e intenta, mediante la extorsión ligada
a las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, erigir
a México como baluarte para detener a los inmigrantes no deseados de
Centroamérica. Al mismo tiempo, la elite conservadora estadounidense, nucleada
alrededor del ministro de Asuntos Exteriores Mike Pompeo y el jefe del Estado
Mayor John Kelly, apoya a gobernantes conservadores y autoritarios por temor al
retorno de experimentos socialistas en Centroamérica. Es el caso de Honduras y
Guatemala, donde la corrupción y la represión podrían generar un aumento del
flujo migratorio.
El
drama de los migrantes es uno de los focos prioritarios de la agenda política
regional. Si bien esta situación resultó inesperada, era predecible que
ocurriera ante las persistentes crisis políticas y representa una prueba de
fuego para toda la región. Por ahora las fronteras se mantienen en buena medida
abiertas para los inmigrantes. Pero los países receptores son a menudo también
económica y políticamente inestables. Por estas razones, a principios de
septiembre se realizó en Quito una cumbre especial para discutir la
problemática de los migrantes. Sin embargo, más allá de una inútil declaración
de intenciones y un llamado a la comunidad internacional para lograr «más
coordinación y recursos», no se lograron mayores resultados. Solo 11 países
firmaron el documento (Argentina, Brasil, Ecuador, Costa Rica, Colombia, Chile,
México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay). Bolivia –que también tiene un
gobierno socialista y casi no recibió inmigrantes– desestimó la cumbre y
sostuvo que se trataba de una intervención extranjera; el representante de
República Dominicana estuvo ausente por un problema de salud y Venezuela no
participó del encuentro. El problema es que por el momento no existen
mecanismos eficaces para resolver este nuevo desafío en torno de los migrantes,
más allá de las soluciones de emergencia que ofrecen las organizaciones
humanitarias. Se vuelve difícil alcanzar una solución conjunta debido a la
guerra de trincheras entre posturas ideológicas. Es grande el peligro de que
finalmente predominen las soluciones nacionales y de que se alimente el racismo
y el populismo.
Panamá
es un ejemplo de la sobreexigencia a la que están sometidos los Estados. El
país del canal ha sido tradicionalmente un espacio receptor de inmigrantes de
todo el continente. Su condición de centro bancario, financiero y de trasbordo
de productos de todo el mundo, así como un boom inmobiliario,
genera una demanda constante de trabajadores calificados, y en ese aspecto los
inmigrantes a menudo corren con una ventaja en comparación con los locales, ya
que el sistema educativo panameño es deficitario. Desde 2014 los venezolanos
son el contingente más importante de inmigrantes. Según la Oficina de
Migraciones, en este pequeño país residen casi 80.000 venezolanos. Nos
obstante, hace meses circulan en Panamá panfletos xenófobos e incluso hubo
manifestaciones anti-Venezuela. Aunque hablen el mismo idioma, tengan la misma
religión e incluso compartan la misma identidad cultural caribeña, todo esto
pasa a segundo plano cuando venezolanos y panameños empiezan a competir por los
mismos puestos de trabajo y por conseguirviviendas accesibles.
Brasil
está aún peor parado. La región fronteriza de Roraima –una región en el
Amazonas totalmente olvidada por los políticos de Brasilia– no recibió ayuda
alguna con la ola de migrantes. En los últimos meses, se radicaron allí 25.000
venezolanos; alrededor de 800 cruzaron la frontera a diario en el mes de
agosto. Muchos llegan con las últimas monedas en el bolsillo, duermen en los
bancos de las plazas y buscan desesperadamente trabajo para sobrevivir. Pero en
esta región poco desarrollada no hay suficiente trabajo. La competencia con los
venezolanos alimenta la xenofobia, y esto llevó a que en agosto pasado una
turba furiosa incendiara un campamento de inmigrantes en la ciudad fronteriza
de Paracaraima. El gobierno del presidente interino conservador Michel Temer
–que en este momento está abocado sobre todo a la campaña electoral– ordenó el
cierre de la frontera, pero el Tribunal Supremo declaró esta medida
inconstitucional. La respuesta del gobierno fue mandar más soldados para que se
encargaran del problema de los inmigrantes. Esto juega también a favor del
candidato favorito para las elecciones presidenciales de octubre, el populista
de derecha Jair Bolsonaro, ya que él prometió cerrar las fronteras.
En
el económicamente próspero Chile, el número de inmigrantes se quintuplicó en
una década, hasta llegar a 750.000. Allí buscan refugio no sólo venezolanos,
sino también haitianos que huyen del país caribeño sumido en la pobreza. Según
una encuesta, dos tercios de los chilenos están a favor de leyes inmigratorias
más restrictivas. En respuesta a ello, el presidente conservador Sebastián
Piñera endureció los requisitos de visado para los haitianos. De momento, los
venezolanos aún pueden tramitar una «visa de responsabilidad democrática» para
poder ingresar. Por su parte, Ecuador es uno de los países de tránsito más
importantes para los migrantes venezolanos. El gobierno de izquierda que rige
ese país ha creado un corredor humanitario, después de que se concentraran
grandes cantidades de migrantes en condiciones higiénicas precarias en el paso
fronterizo de Tulcán, y de que los funcionarios intentaran en vano clasificar a
los que arribaban como migrantes de paso, solicitantes de asilo, etc. Ahora los
viajeros en tránsito reciben un pase y de esta forma por lo menos se ha
agilizado un poco el desplazamiento.
El
grupo más grande de migrantes venezolanos, casi un millón, se encuentra en
Colombia. De ese modo, se ha invertido la situación: durante la guerra civil en
Colombia aproximadamente 720.000 colombianos huyeron a Venezuela, que en aquel
entonces era un país estable, democrático y próspero. Pero los venezolanos que
hoy cruzan la frontera se encuentran del otro lado con una situación sumamente
desfavorable. Colombia está intentando transformar su antigua economía de
guerra en tiempos de paz; no obstante, el crecimiento esperado por los
dividendos de la paz aún no ha llegado. Los migrantes son presa fácil para los
grupos criminales que los explotan mediante la prostitución forzada, el tráfico
de personas y relaciones de trabajo cercanas a la esclavitud. Una combinación
peligrosa, que podría socavar la paz precaria.
Debido
a esto, el nuevo presidente colombiano, el conservador Iván Duque, es un fuerte
defensor de una solución humanitaria regional. Sin embargo, él tampoco puede
solucionar el dilema subyacente: en última instancia, todos saben que el
problema requiere de una solución política en los respectivos países en crisis.
Pero los engranajes de instancias diplomáticas como la Organización de Estados
Americanos (OEA) se mueven con lentitud y necesitan mayorías calificadas, que
de momento no se han alcanzado por la acción de la diplomacia petrolera,
mediante la cual Venezuela se asegura el apoyo de los Estados isleños del
Caribe que dependen energéticamente de ella.
Y la máxima sanción que la OEA
puede aplicar es la cláusula democrática, que significa la suspensión de los
países afectados. Estos pierden así acceso a los préstamos del Fondo Monetario
Internacional (FMI) o del Banco Mundial, y de ese modo ya no tienen chances de
financiarse mediante préstamos en los mercados financieros internacionales.
Esto puede significar una amenaza para países en desarrollo como Nicaragua,
pero no necesariamente para la Venezuela petrolera. Además, tras esta política
de sanciones, como un gran interrogante, se juega también un partido de póker
geopolítico: ¿cuánto dinero están dispuestos a gastar China y Rusia para crear
potenciales cabezas de puente en Latinoamérica? Hasta que no haya respuestas a
estas preguntas básicas, no le quedará otra alternativa a Latinoamérica que
lidiar con el síntoma de los migrantes de la manera más humanitaria, racional y
ordenada posible.
Nueva Sociedad, Septiembre 2018
Traducción:
Vera von Kreutzbruck
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