jueves, 8 de noviembre de 2018

¿Solidaridad sin fronteras? - Sandra Weiss


América Latina se encuentra en una situación particular: finalmente reina la paz en todas partes y, sin embargo, el subcontinente experimenta el movimiento de migrantes más grande de todos los tiempos. El gran problema es que la región todavía no ha encontrado una manera de lidiar con el aumento de las tasas migratorias. Para colmo, el contexto político no favorece las alternativas racionales.


América Latina se encuentra en una situación particular: finalmente reina la paz en todas partes y, sin embargo, el subcontinente experimenta el movimiento de migrantes más grande de todos los tiempos. Los sudamericanos no saben cómo lidiar con el flujo de inmigrantes de una Venezuela económicamente colapsada y han declarado la emergencia humanitaria. Por su parte, el presidente socialista Nicolás Maduro habla de una conspiración en contra de su país, de migrantes por propia elección y de un show hollywoodense. Sin embargo, debido a la escasez del papel especial necesario, ni siquiera está en condiciones de poder emitir pasaportes para todos los ciudadanos que desean irse del país. Los recursos disponibles están íntegramente asignados a la impresión del Carnet de la Patria, una suerte de tarjeta de racionamiento de alimentos y combustible, que vuelve a quienes permanecieron en el país aún más dependientes de un Estado incompetente. Quien pese a todo desee un pasaporte, debe sobornar a la corrupta administración; el precio, según dicen, ronda los 1.000 dólares estadounidenses.

Mientras tanto, en Centroamérica, Costa Rica no da abasto para acoger a los nicaragüenses que huyen de su país tras haber protestado contra el presidente socialista Daniel Ortega y que son en consecuencia perseguidos, incluso más allá de las fronteras. Recientemente Ortega le pidió al país receptor que entregara al menos una lista con los nombres de los migrantes, pero Costa Rica se negó de inmediato. No obstante, el flujo de inmigrantes se está tornando problemático para esta estable y democrática nación centroamericana: en agosto, varios cientos de manifestantes quemaron una bandera de Nicaragua y atacaron a supuestos nicaragüenses. Debido a que tanto Maduro como Ortega se autodenominan «socialistas bolivarianos del siglo XXI», la revista liberal británica The Economist habla de una «ola bolivariana de migrantes». Según diferentes estimaciones oficiales, entre dos y tres millones de venezolanos han abandonado su país; de Nicaragua, de acuerdo con informes periodísticos, huyeron 24.000.

Sin embargo, no solo la crisis del socialismo tropical autoritario impulsa la migración. Los Estados fallidos centroamericanos sufren también desde hace tiempo por la corrupción, la guerra contra el narcotráfico y la mala gestión de gobierno, por lo que sus ciudadanos buscan escapar. El crimen organizado ha creado en muchos sitios un Estado paralelo, cuya arbitrariedad y violencia brutal han empujado desde hace décadas a la huida a cientos de miles, sobre todo hacia Estados Unidos. Para los gobiernos centroamericanos, la emigración significó una bienvenida descompresión, que debilitó la presión interna en favor de reformas. Asimismo, las remesas que enviaban los migrantes a sus familias se transformaron en una suerte de compensación frente a la falta de reformas sociales y jurídico-estatales y se trasladaron a través de los nuevos shopping malls a los bolsillos de la elite adinerada.

Pero esto no debe seguir sucediendo, de acuerdo con el presidente estadounidense Donald Trump. No obstante, la solución que propone es contraproducente: mientras que su precedecesor Barack Obama fortaleció el Estado de derecho en Centroamérica y apoyó las comisiones internacionales para la lucha contra la corrupción en Guatemala, Honduras y El Salvador, Trump apuesta por construir un muro, fortalece la cooperación militar e intenta, mediante la extorsión ligada a las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, erigir a México como baluarte para detener a los inmigrantes no deseados de Centroamérica. Al mismo tiempo, la elite conservadora estadounidense, nucleada alrededor del ministro de Asuntos Exteriores Mike Pompeo y el jefe del Estado Mayor John Kelly, apoya a gobernantes conservadores y autoritarios por temor al retorno de experimentos socialistas en Centroamérica. Es el caso de Honduras y Guatemala, donde la corrupción y la represión podrían generar un aumento del flujo migratorio.

El drama de los migrantes es uno de los focos prioritarios de la agenda política regional. Si bien esta situación resultó inesperada, era predecible que ocurriera ante las persistentes crisis políticas y representa una prueba de fuego para toda la región. Por ahora las fronteras se mantienen en buena medida abiertas para los inmigrantes. Pero los países receptores son a menudo también económica y políticamente inestables. Por estas razones, a principios de septiembre se realizó en Quito una cumbre especial para discutir la problemática de los migrantes. Sin embargo, más allá de una inútil declaración de intenciones y un llamado a la comunidad internacional para lograr «más coordinación y recursos», no se lograron mayores resultados. Solo 11 países firmaron el documento (Argentina, Brasil, Ecuador, Costa Rica, Colombia, Chile, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay). Bolivia –que también tiene un gobierno socialista y casi no recibió inmigrantes– desestimó la cumbre y sostuvo que se trataba de una intervención extranjera; el representante de República Dominicana estuvo ausente por un problema de salud y Venezuela no participó del encuentro. El problema es que por el momento no existen mecanismos eficaces para resolver este nuevo desafío en torno de los migrantes, más allá de las soluciones de emergencia que ofrecen las organizaciones humanitarias. Se vuelve difícil alcanzar una solución conjunta debido a la guerra de trincheras entre posturas ideológicas. Es grande el peligro de que finalmente predominen las soluciones nacionales y de que se alimente el racismo y el populismo.

Panamá es un ejemplo de la sobreexigencia a la que están sometidos los Estados. El país del canal ha sido tradicionalmente un espacio receptor de inmigrantes de todo el continente. Su condición de centro bancario, financiero y de trasbordo de productos de todo el mundo, así como un boom inmobiliario, genera una demanda constante de trabajadores calificados, y en ese aspecto los inmigrantes a menudo corren con una ventaja en comparación con los locales, ya que el sistema educativo panameño es deficitario. Desde 2014 los venezolanos son el contingente más importante de inmigrantes. Según la Oficina de Migraciones, en este pequeño país residen casi 80.000 venezolanos. Nos obstante, hace meses circulan en Panamá panfletos xenófobos e incluso hubo manifestaciones anti-Venezuela. Aunque hablen el mismo idioma, tengan la misma religión e incluso compartan la misma identidad cultural caribeña, todo esto pasa a segundo plano cuando venezolanos y panameños empiezan a competir por los mismos puestos de trabajo y por conseguirviviendas accesibles.

Brasil está aún peor parado. La región fronteriza de Roraima –una región en el Amazonas totalmente olvidada por los políticos de Brasilia– no recibió ayuda alguna con la ola de migrantes. En los últimos meses, se radicaron allí 25.000 venezolanos; alrededor de 800 cruzaron la frontera a diario en el mes de agosto. Muchos llegan con las últimas monedas en el bolsillo, duermen en los bancos de las plazas y buscan desesperadamente trabajo para sobrevivir. Pero en esta región poco desarrollada no hay suficiente trabajo. La competencia con los venezolanos alimenta la xenofobia, y esto llevó a que en agosto pasado una turba furiosa incendiara un campamento de inmigrantes en la ciudad fronteriza de Paracaraima. El gobierno del presidente interino conservador Michel Temer –que en este momento está abocado sobre todo a la campaña electoral– ordenó el cierre de la frontera, pero el Tribunal Supremo declaró esta medida inconstitucional. La respuesta del gobierno fue mandar más soldados para que se encargaran del problema de los inmigrantes. Esto juega también a favor del candidato favorito para las elecciones presidenciales de octubre, el populista de derecha Jair Bolsonaro, ya que él prometió cerrar las fronteras.

En el económicamente próspero Chile, el número de inmigrantes se quintuplicó en una década, hasta llegar a 750.000. Allí buscan refugio no sólo venezolanos, sino también haitianos que huyen del país caribeño sumido en la pobreza. Según una encuesta, dos tercios de los chilenos están a favor de leyes inmigratorias más restrictivas. En respuesta a ello, el presidente conservador Sebastián Piñera endureció los requisitos de visado para los haitianos. De momento, los venezolanos aún pueden tramitar una «visa de responsabilidad democrática» para poder ingresar. Por su parte, Ecuador es uno de los países de tránsito más importantes para los migrantes venezolanos. El gobierno de izquierda que rige ese país ha creado un corredor humanitario, después de que se concentraran grandes cantidades de migrantes en condiciones higiénicas precarias en el paso fronterizo de Tulcán, y de que los funcionarios intentaran en vano clasificar a los que arribaban como migrantes de paso, solicitantes de asilo, etc. Ahora los viajeros en tránsito reciben un pase y de esta forma por lo menos se ha agilizado un poco el desplazamiento.

El grupo más grande de migrantes venezolanos, casi un millón, se encuentra en Colombia. De ese modo, se ha invertido la situación: durante la guerra civil en Colombia aproximadamente 720.000 colombianos huyeron a Venezuela, que en aquel entonces era un país estable, democrático y próspero. Pero los venezolanos que hoy cruzan la frontera se encuentran del otro lado con una situación sumamente desfavorable. Colombia está intentando transformar su antigua economía de guerra en tiempos de paz; no obstante, el crecimiento esperado por los dividendos de la paz aún no ha llegado. Los migrantes son presa fácil para los grupos criminales que los explotan mediante la prostitución forzada, el tráfico de personas y relaciones de trabajo cercanas a la esclavitud. Una combinación peligrosa, que podría socavar la paz precaria.

Debido a esto, el nuevo presidente colombiano, el conservador Iván Duque, es un fuerte defensor de una solución humanitaria regional. Sin embargo, él tampoco puede solucionar el dilema subyacente: en última instancia, todos saben que el problema requiere de una solución política en los respectivos países en crisis. Pero los engranajes de instancias diplomáticas como la Organización de Estados Americanos (OEA) se mueven con lentitud y necesitan mayorías calificadas, que de momento no se han alcanzado por la acción de la diplomacia petrolera, mediante la cual Venezuela se asegura el apoyo de los Estados isleños del Caribe que dependen energéticamente de ella. 

Y la máxima sanción que la OEA puede aplicar es la cláusula democrática, que significa la suspensión de los países afectados. Estos pierden así acceso a los préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI) o del Banco Mundial, y de ese modo ya no tienen chances de financiarse mediante préstamos en los mercados financieros internacionales. Esto puede significar una amenaza para países en desarrollo como Nicaragua, pero no necesariamente para la Venezuela petrolera. Además, tras esta política de sanciones, como un gran interrogante, se juega también un partido de póker geopolítico: ¿cuánto dinero están dispuestos a gastar China y Rusia para crear potenciales cabezas de puente en Latinoamérica? Hasta que no haya respuestas a estas preguntas básicas, no le quedará otra alternativa a Latinoamérica que lidiar con el síntoma de los migrantes de la manera más humanitaria, racional y ordenada posible.


Nueva Sociedad, Septiembre 2018

Traducción: Vera von Kreutzbruck

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