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Suena algo más que trillado afirmar que la Universidad (así en
mayúscula) se ha gestado históricamente como una institución de alto nivel
orientada a la creación y transmisión de conocimientos. Por supuesto, en torno
a esta amplísima y aparentemente simple caracterización podría converger todo
un haz de interrogantes acerca de ciertas connotaciones configuradoras del
perfil de dicha institución. Así, por ejemplo, desde una determinada
perspectiva cabría cuestionarse, pongamos por caso, la subyacencia de putativos
intereses (¿económicos, por ejemplo?) o el estatus de los beneficiarios
mayoritarios (¿una determinada clase social?) de la institución; todo ello en
contraste con una visión de proyecciones omniabarcantes hacia el conjunto de la
sociedad correspondiente.
Podría hablarse igualmente en un momento dado, por ejemplo, ante
la explosiva irrupción de nuevas tecnologías de la comunicación, de la posible
vigencia y relevancia de los contenidos y modos de enseñanza universitaria
prevalentes; o de la creciente fragmentación y especialización de los campos de
conocimiento, versus enfoques más integradores e interactivos a tono con la
creciente complejidad del mundo en que vivimos. Obviamente las perspectivas,
interrogantes y cuestionamientos de los modelos universitarios vigentes pueden
expandirse en múltiples direcciones. Consideremos, sin embargo, una de esas
perspectivas en particular, esto es, aquella en la que se pondera el quehacer
universitario como posible núcleo de crítica y confrontación respecto al
entorno que le rodea.
Sobran, por supuesto, los ejemplos ilustrativos de un estado de
cosas semejante, en los cuales característicamente se perfilan enfrentamientos
de diversa índole entre instituciones universitarias, por una parte, y factores
externos a las mismas por la otra. Pero démosle un vistazo a un caso que podría
considerarse emblemático, el cual se remonta a los inicios del siglo XIX
europeo, en suelo germánico (prusiano para más señas), en el que se ponen en
evidencia las aristas de una tradición multicentenaria que –con todos sus
matices y especificidades– habría de contrapuntear una y otra vez, urbi et orbe
con reiterada persistencia.
Hagamos en consecuencia un poco de historia. A comienzos del siglo
XIX, después de transcurrido un largo periplo desde la llamada Revolución
Científica de los siglos XVI y XVII, asociada en sus orígenes a nombres como
los de Copérnico, Kepler o Galileo y entre cuyos efectos más notorios se
fracturaba de profundis la autoridad de ciertos libros sagrados y sus
intérpretes consagrados para pontificar soberanamente acerca de temas tales
como si es el Sol el que gira alrededor de una Tierra inmóvil o si por el
contrario es la Tierra la que gira alrededor del Sol, los múltiples efectos de
tal fractura sobre la añeja universidad post-medieval habrían de consumarse de
una u otra forma y a lo largo del tiempo de manera inescapable.
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Concomitante a ello la llamada Revolución Industrial del siglo
XVIII, incardinada como lo estaba en una explosión de inventos tecnológicos de
inmenso impacto social, entre los cuales, sin duda, descollaba la máquina de va
por de James Watt, parecía destinada a marcar el paso de profundas trans
formaciones de la sociedad europea comenzando por la Gran Bretaña y abordando
luego a la Europa continental. El punto es que a la luz de la incontenible
expansión científico tecnológica que señalizaría el perfil característico de
las modernas sociedades occidentales, y aún olfateándose el potencial de
confrontación imbricado en una transformación paralela de las instituciones universitarias
como recintos claves en la formación de los cuadros de alto nivel a tono con
las nuevas realidades, resultaba prácticamente inevitable vislumbrar cambios de
largo alcance dentro de aquellas instituciones, algo que no podía pasar
desapercibido a los gobernantes de los emergentes estados nacionales, engendros
dilectos de la nueva sociedad burguesa europea. (No hay poca ironía en el hecho
de que entre los mayores detractores de la burguesía suelen contarse
precisamente los que rinden un culto casi religioso a una creación burguesa por
excelencia, esto es, los modernos Estados-Nación, convertidos por ósmosis en
«sagrados suelos patrios»).
Debe tenerse en cuenta al respecto que para la época de la
Revolución Industrial las instituciones universitarias asentadas en suelo
germánico no habían estado pasando precisamente por sus mejores momentos.
No por accidente proliferaban para entonces críticas acerbas que
apuntaban hacia su dogmático tradicionalismo, llegándose al extremo de ataques
como los de Christian Soltzman, por ejemplo, quien las comparaba con una suerte
de fortalezas cerradas edificadas en la época de las Cruzadas. Dentro de una
atmósfera semejante, la contrapartida natural frente a los acelerados cambios
que ocurrían puertas afuera no sería otra, como se acaba de insinuar, sino el
impulso de profundas reformas. Y aun cuando puedan manifestarse muy serias
reservas y cuestionamientos sobre las tesis educativas de connotadas figuras
del pensamiento alemán de entonces, como es el caso de Fichte, por ejemplo, el
hecho real es que para las primeras décadas del siglo XIX las transformaciones
de numerosas instituciones universitarias alemanas se hacían realidad
impulsadas por la labor de distinguidas personalidades, entre las que
descollaba la figura de Wilhem von Humboldt (hermano mayor de nuestro conocido
Alejandro de Humboldt).
En la gran visión humboldteana –muy influenciada por las ideas
pedagógicas de Pestalozzi– se conjugaba el énfasis en la formación personal o
cultivo (Bildung), la creatividad (algo inseparable de la libertad de
pensamiento), y la labor de investigación, consagrándose una interacción
dinámica entre enseñanza e investigación como desideratum central de la nueva
universidad. De hecho, para la segunda mitad del siglo XIX la universidad
alemana se había convertido en muchos lugares del mundo en el gran modelo a
imitar. Logro mayúsculo que, sin embargo, no habría de excluir tempranas y
severas tensiones y confrontaciones con el medio circundante, emanado ello
tanto de parte del personal académico como de las crecientes asociaciones
estudiantiles.
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En efecto, esa creativa apertura de las universidades alemanas
hacia un flu jo de nuevas ideas y estructuras organizativas no podía presagiar
buenas relaciones con una jerarquía militarista, cerrada, autoritaria, como la
era en particular el caso del Estado prusiano. Resultaba así más que previsible
la reacción de este último, lo cual habría de materializarse más temprano que
tarde según un cartabón que hoy debe resultar históricamente harto familiar:
convenientemente encendidas las luces de alarma las instituciones
universitarias fueron inquisitorialmente marcadas como focos de
desestabilización. Una vez pergeñada de este modo la supuesta naturaleza del
peligro y cobijándose bajo la sombra de las reformas reaccionarias prohijadas
por el gran manipulador del célebre Congreso de Viena, el príncipe Klemens von
Metternich, arquitecto de los llamados Decretos de Carlsbad (1819) en los que
se configuraba un soporte legal para intervenir en las universidades, los
gobernantes prusianos sólo tenían que esperar la ocasión propicia para asestar
el golpe oportuno. Y ello, por supuesto, ocurrió. Un inestable y exaltado
estudiante de nombre Karl Sand, miembro de un círculo estudiantil extremista,
asesinó al escritor August von Katzebue, personaje éste que había alcanzado una
cierta notoriedad por sus virulentas y reaccionarias apologías del régimen
zarista. A la vera de tan infausto evento el plato estaba servido para poder
fabricarse la gran excusa justificatoria de intervención de la universidad. El
pun to clave es que la institución como tal quedaba incriminada por el Estado
prusiano, entre otras cosas, como un «centro de subversión», vale decir, un
núcleo desestabilizador de la sociedad prusiana. Para que no quedaran dudas, y
afincado en los ya mencionados Decretos de Carlsbad, el Estado prusiano se
arrogaba ni más ni menos que la facultad de expulsar de las universidades a
todos aquellos profesores que estuviesen estigmatizados como elementos
subversivos, prohibiendo incluso su incorporación en otras universidades.
La nueva universidad alemana pudo, no obstante y por fortuna,
sobrevivir a tan duros asedios, tanto así que en décadas posteriores llegó a
alcanzar el prestigio ya señalado. Pero el precedente intervencionista y
descalificador habría, no obstante, de reverberar y recurrir con recalcitrancia
por décadas y siglos. Lo cual nos abona el recordatorio de que si hay algo o
mucho de cierto en el añejo dictum bíblico de que no hay nada nuevo bajo el
Sol, las perennes intervenciones -abiertas o veladas- de estados autoritarios
contra instituciones universitarias no harían en el fondo sino repetir, con uno
que otro atuendo, el mismo y nefasto patrón consagrado hace ya casi dos siglos
por el omnipotente, autoritario e intolerante Estado prusiano.
Publicado en El Nacional. Papel Literario, G6.
Caracas, 19-12-2009. Reproducido con autorización
1 Arquitecto por la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford, Inglaterra. Profesor Titular Jubilado de la UCV. Numerosas publicaciones, entre las cuales se incluyen Platón y la evolución de los establecimientos humanos en el mundo helénico; Unidad, método, y la matematización de la naturaleza. Universidad Central de Venezuela, Caracas-Venezuela
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